Ala deplorable imagen de Anoeta, donde no hubo ni fútbol, ni actitud, ni profesionalidad, ni nada, Manolo Jiménez respondió con una revolución en el once inicial. Cambió el centro de la defensa (Da Silva a la grada, Lanzaro sancionado, y titularidad para Mateos y Paredes), mandó a Apoño al banquillo, apostó por un doble pivote defensivo (Dujmovic y Pinter) y en la punta del ataque rescató a Postiga, perdido en la memoria entre sospechas y molestias musculares. El resultado fue un equipo más serio, menos vulnerable, más competitivo, más ordenado y muy activado. La afición, que está tan harta de Agapito como de estar eternamente enfadada, premió el esfuerzo físico del equipo jaleándolo tras el 1-0 y creando en algunos momentos la atmósfera propia de un partido así. Luego el fútbol, que ante el Villarreal fue generoso, le quitó al Zaragoza lo que mereció por deseo e intención. Fue un epílogo cruel porque Osasuna hizo un partido muy pobre. La salvación se soñó a seis puntos durante un par de minutos, pero cuando pitó el árbitro se quedó definitivamente a ocho a la espera de que hoy juegue el Villarreal.

A Jiménez ya no le queda nada por probar. Ha experimentado con todos los centrales posibles, con dos mediocentros ofensivos (Apoño y Micael), con uno de contención y otro creativo, con dos defensivos como ayer, con Aranda de delantero centro, con Postiga... Ha probado a motivar a sus futbolistas en el silencio del vestuario, aireando en voz alta que sentía vergüenza, diciendo que ya no la sentía, reclamando dignidad y respeto al escudo. Le ha dado mil vueltas de tuerca al equipo y a su discurso, otras tantas.

Pero nada. El efecto ha sido casi nulo. Algunos partidos decorosos, como el de ayer, y un par de triunfos. Resultados insuficientes. La Liga se consume con el equipo encadenado al último puesto y la distancia apenas mengua.