Era una sensación engañosa e ilusoria, porque en un momento u otro al Real Zaragoza le iba a tocar perder por las leyes más elementales del deporte, pero ha podido parecer en algún instante que estábamos ante un equipo irrompible, con una fuerza mental tremenda y argumentos futbolísticos suficientes para estirar el chicle de la racha victoriosa en jornadas, a priori, propicias. Hasta el batacazo contra el Sevilla Atlético, que venía de encadenar diez derrotas consecutivas, el Zaragoza había hecho en esta segunda vuelta partidos realmente cuajados y de bloque muy competitivo en todos los órdenes, como el del Oviedo. Otros brillantes en ataque como en Soria, con una capacidad para generar ocasiones extraordinaria; alguno resuelto con la naturalidad propia de los equipos ganadores (Lorca) y otros de enorme sufrimiento pero eficacia máxima (Osasuna).

Por unas razones o por otras, también por ciertas dosis de fortuna en instantes determinados, el Zaragoza estaba marcando la pauta en Segunda y se había convertido en una amenaza del más alto rango. Hasta alcanzar ese punto había salvado días en los que no le había sobrado nada. También algunos en los que había ido sobrado.

La cuestión es que el sueño parecía eterno pero era terrenal. El equipo de Natxo González volvió a la realidad de la categoría de manera abrupta e inesperada. Lo que iba a suceder una jornada u otra, ocurrió de la forma más imprevista. A pesar de ello la racha continúa siendo estupenda: 18 puntos de los últimos 21 y una remontada espectacular. En situaciones así hay que guardar el equilibrio emocional. No son buenos ni los arrebatos de euforia descontrolada ni los arranques de pesimismo desaforado al primer contratiempo.