España se va de Rusia congelada por su manifiesta incapacidad para sobreponerse a rivales inferiores que le han ganado siempre la partida estratégica. No pudo con Portugal, se impuso a Irán de rebote y empató con Marruecos con una asistencia del VAR. Todas esas selecciones le plantearon un pulso similar, consistente en elevar murallas humanas y esperar a que sonara la flauta. Pero no aprendió nada. Nada en absoluto de tan sencillas como eficaces formas de resistir de sus enemigos. Se plantó frente a la anfitriona con una costura algo más reforzada en defensa y se puso a tocar el arpa frente a un búnker con ametralladoras hasta las orejas. No hay mayor arrogancia que insistir en un estilo cuando los demás te han tomado la medida del traje.

Fernando Hierro despreció además el armario táctico, que no era pobre ni mucho menos, en gran parte porque en el fondo nunca superó el fantasma de Lopetegui, que ha rondado su frágil interinidad para dar continuidad a algo que chirrió desde el primer día. Su palidez como técnico ha ido contagiando a unos futbolistas esclavizados por un pasado insostenible, por tiempos mejores que se han querido mantener a toda costa. Aquella apuesta de toque y retoque que maravilló ha derivado en una ocupación plomiza del campo ajeno y una terrible desatención del propio. Poseído por la posesión, el equipo español ha sido al final una caricatura indigesta de jugadores con el cerebro y el pie atornillados, todos ellos acobardados con y sin balón. Mal puestos y peor dirigidos desde el banquillo. Un desastre monumental.

Tenía equipo para más, para mucho más. Sin embargo se despide del torneo con menos sustancia que otras aspirantes como la tan criticada Argentina. La impresión ha sido terrible, de desaprovechar libra a libra cada oportunidad de mejorar, de ofrecer un nivel más competitivo. Al contrario, se ha enrocado en personarse en tres cuartos de sus adversarios por esa falsa identidad de dominio que se atribuye y, sobre todo, porque le han invitado a que lo haga. Le han entregado los espacios inútiles, la pelota y el reloj. Tanta amabilidad era como para sospechar. Pero no. Partido a partido se puso a construir la casa por el tejado sin red de seguridad, frustrándose en el error, incapaz de pisar el área y leyendo de horror los resultados. Es como si quisera reivindicar que además de vencer lo tenía que hacer con elegancia, con la obligación de ser quien fue. Esa herencia le ha emprobrecido por completo.

Contra Rusia se adelantó en el marcador con un autogol. En lugar de dar un paso atrás y forzar a su contrincante a salir de la cueva con una administración firme e inteligente del balón, se empeñó una vez más en visitarla a oscuras, donde esperaba el oso de tres cabezas de Cherchésov. Mano de Piqué, empate, prórroga y eliminación en la tanda de penaltis. El cazador cazado en su propia trampa, en su general invierno futbolístico.