Se adujo en la destitución de Luis Milla, tras aquella abominable representación en Valladolid, que esa tacaña forma de entender el fútbol no casaba con el presente ni el pasado del glorioso Zaragoza. Que ese camino, pobre en el planteamiento y mísero en el desarrollo, era inaceptable. Para quien no lo recuerde bien, aquel día de Pucela, cuando ya caía octubre, fue el último del técnico turolense en el banquillo zaragocista, en una mañana en la que deshizo todo el trabajo hecho desde la pretemporada para tratar de sujetarse al cargo con una insospechada pirueta táctica. Se cargó a Irureta, dejó fuera a Lanzarote y cambió el sistema triangular del centro del campo para dar entrada a un defensa (Casado), en la segunda línea. El resultado fue que el portero nuevo sostuvo al equipo con una enorme actuación y el Zaragoza salió vivo de Zorrilla, con un punto en el zurrón pero una enorme frustración en sus huestes.

No hubo noticias en aquel partido del ataque aragonés, que se resumió en un remate de Ángel en la primera parte. Pareció una afrenta, casi un ultraje, que el Zaragoza se comportase así, tan desapegado de su historia, para hacer una asunción consciente de miserias. Bien es cierto que a Milla le habían puesto la equis días atrás, que en el tiempo hubiese sido devorado más pronto que después. Esa matinal repitió, sin embargo, el inevitable destino del entrenador zaragocista, que aterriza con un firme ideario, va dando bandazos conforme avanzan las jornadas, y termina por perder el rumbo, a veces la sensatez. Nada se pareció ese día de Valladolid el fútbol de Milla a su propaganda, ni a su filosofía. Su equipo ni quiso el balón ni se imaginó otro encuentro al que fue. El empate no le bastó a Milla, pese a haber arriado la bandera del fútbol y el balón precisamente en su última batalla.

Poco más habría que explicar en la comparación a quienes vieran el partido de ayer, que jugó Ratón, esta vez por enfermedad de Irureta, y en el que Agné se cargó a un centrocampista de balón (Ros) para dar entrada a un central (Valentín). Tampoco fue titular Lanzarote, se supone que para intentar equilibrar la vitalidad del Tenerife. Esa fragilidad física del Zaragoza preocupa tanto a su entrenador que ha terminado por inclinarlo hacia el lado más rudo del fútbol. Se olvidó del balón y lo fio todo a un contragolpe que nunca asomó.

Aunque a Agné le pareció que su equipo defendió bien, lo cierto es que fue menos que su rival desde pronto, y mucho menos en la segunda parte. El Tenerife le generó el suficiente peligro para hablar de justicia. El gol llegó en un balón parado como lo podía haber hecho de otra manera. No hay justificación por ahí. Se despistó Cabrera en el marcaje, Ratón se achantó bajo el larguero y fundido en negro. El guion anunciaba un final fatal al que el Zaragoza apenas se resistió.

Dijo el técnico el penúltimo día que su equipo no se podía entretener en batallas físicas. «Tenemos que crecer desde el balón», advirtió. No sostuvo su discurso ni en la alineación ni en el campo. El Zaragoza fue mezquino. Ni balón, ni circulación, ni ataque, ni contraataque. Agné ya no habla de que jueguen los buenos como antes, ni de fútbol. Está perdido, como su equipo, que recuerda mucho al de Milla.