El fútbol ha derivado hacia el encumbramiento del narcisismo de los personajes, en mucha ocasiones compartiendo el mismo y hermético escaparate la bisutería con la alta joyería. Solo importa el brillo, su exposición en el mercado a precios vergonzantes y el enriquecimiento de todos los satélites artificiales que orbitan a su alrededor. La naturaleza del deporte ha sido moldeada por una normalidad perversa que ha convertido a los jugadores en ganado trashumante, en piezas de truque, en caprichosas estrellas más accesibles en Instagram que en el campo. Y a esa burbuja se ha negado el acceso del público, de las aficiones, de la gente corriente que ya no adora a seres humanos, sino a becerros de oro con auriculares inalámbricos. Una fotografía, la firma en una camiseta o un simple saludo se realizan con gesto de desgana y una corte considerable de guardias de seguridad. Es cierto que los estadios y los bolsillos se llenan mientras se vacían las emociones, por lo menos aquel sentido de pertenencia que generaba la proximidad. Esa cercanía, la complicidad diaria, se observa hoy como una enfermedad contagiosa de tal forma que los protagonistas han sido aislados en un sarcófago de lujos, excentricidades y faraónicas imbecilidades.

El hambre por disfrutar, por vencer, por evolucionar y por sentirse parte de un sentimiento colectivo han dado paso a un apetito insano por el lucimiento y la ostentación de lo propio aunque importe un comino. Para explicar el fenómeno del Real Zaragoza, el porqué antes era un equipo mundano y ahora vuela por encima de las nubes, quizá no haya que profundizar demasiado en las causas tácticas y técnicas aunque conviene tener algunos detalles muy en cuenta. Tampoco en esa fe ciega en que un día la criatura iba a dar un espectacular estirón. Posiblemente tenga que ver con la fantástica y en absoluto programada involución de las normas actuales del fútbol. Empezó la temporada en una dirección y las circunstancias (el destino) le han conducido a otro bien distinto. La presencia de cinco canteranos aragoneses durante el encuentro contra el Numancia explica, en gran parte, el enigma de esta catarsis que podría conducir pese a su dificultad a terminar el curso en la zona de promoción.

El plan era consolidar un grupo fiable con profesionales como Verdasca, Papunashvili, Toquero, Mikel González, Valentín, Ángel, Benito,Vinicius, Alain, Buff o Alfaro. Unos por lesión y otros por falta de rendimiento, casi el 50% de la plantilla, no han logrado imprimir apenas un sello diferencial. A algunos se les espera con perenne paciencia y otros ni están, mientras que el acierto completo en los fichajes se concentra en Cristian Álvarez, Íñigo Eguaras y Borja Iglesias. Por cuestiones de ingeniería financiera (de limitaciones y reservas económicas) y también por criterio de Lalo Arantegui, hubo que subir al primer equipo a tres chicos del filial, Delmás, Lasure y Zalaya. ¿Guti? En el Deportivo Aragón, entrenándose con la primera plantilla, hasta que, descubierta su estupenda progresión, se decidió renovarle. No estaba previsto que ninguno de ellos jugara un papel principal, pero, salvo Zalaya, se han anclado en la titularidad junto a Zapater y Pombo.

El Real Zaragoza quería seguir una cauces más académicos pero el desbordamiento de las previsiones le ha arrastrado a la orilla de la tradición. Lo demás son milongas. Se ahogaba y el flotador de la cantera le ha sacado a flote con la fortuna de que todos ellos han demostrado una madurez impropia ya no solo a su edad, sino a su falta de experiencia en la categoría y sobre todo a una tesitura tan peligrosa como la que se encontraron. Además, Zapater ha hallado su lugar de escudero después de no pocos sufrimientos y Pombo ha explotado por fin como futbolista de descomunal influencia. ¿La confianza de Natxo González? Bueno, se puede admitir como argumento de compañía... La cuestión es que la concatenación de los cinco ha supuesto un considerable lavado de cara competitivo.

Viven al lado; caminan por la calle; se reconocen en la ciudad y la ciudad les reconoce y habitan en un club por el que han ido escalando con mayor o menor dificultad, siempre arropados por el mismo escudo. Sienten el calor de la afición a pie de paso de cebra o en un colegio y en lugar de rehuirlo lo alimentan porque saben que son parte de esa hoguera, de esa tribu zaragocista a la que pertenecen más allá de un contrato laboral. Es un fútbol de otro tiempo, de atmósferas familiares. Es la forma del hambre por triunfar desde cero en el equipo de tu vida. Quizá por eso el Real Zaragoza parezca otro. Sin duda lo es.