La Romareda es una plaza difícil para los porteros. Estadio históricamente exigente en esa suerte solitaria, más condescendiente en los últimos tiempos con la comprensible dulcificación de la grada por la debilidad del equipo y tanto mal rato, pero campo siempre severo, recto y riguroso con el futbolista que se sitúa bajo los palos. En Zaragoza les costó triunfar a grandes porteros, pero grandes grandes de verdad, buenas pitadas mediante y todas las dudas del mundo en muchas tardes sobre sus figuras. En las temporadas más recientes en Segunda el equipo aragonés no ha tenido guardametas de altura. Leo Franco, Whalley, Alcolea, Bono y Manu Herrera. Por una razón u otra, que cada caso tiene sus particularidades, todos sucumbieron al puesto. A La Romareda no le gustó ninguno ni ninguno hizo lo suficiente para que La Romareda se enamorara.

Para esta campaña ya en marcha, Narcís Juliá decidió hacer tabla rasa y renovar por completo la portería. Le dio toda la confianza a Ratón tras asomar la cabeza con fuerza en el filial y apostó por Irureta, hombre experimentado y de larguísima y exitosa trayectoria en uno de los espejos en los que este Real Zaragoza contemporáneo puede mirarse: el Eibar.

Irureta no es un guardameta clásico. No es ni sobrio ni pretende pasar desapercibido. Es un arquero que está constantemente en el centro de la escena, muy móvil, con querencia por jugar adelantado, con riesgo (o valentía) y muy buenos reflejos. Ante el UCAM cometió un penalti innecesario. Ayer tuvo un error de medida y comunicación con Cabrera que propició el 2-3 y el descontrol que nadie atajó. Como con el equipo, con Irureta tampoco hay que sacar conclusión sumarísima alguna a estas alturas. Pero dará que hablar. Eso seguro. A ver en qué dirección.