Manolo Jiménez observó el reto y le pareció atractivo por su compejidad. Le sedujo volver al trabajo, pero sobre todo salvar al Real Zaragoza de un descenso casi cantado cuando le contrataron. Hoy, el viaje a Segunda tiene letra y música funerarias y el técnico se niega a vestirse de luto para la ocasión pese a que es consciente de que maneja una plantilla con la moral y el fútbol en rigor mortis.

En el caso de que obrara el milagro de la permanencia, lo que obligaría a una contextualización del santoral y posiblemente del Nuevo Testamento, ¿qué futuro le esperaría? Por pasos: paseo a hombros por La Romareda; ducha en el vestuario; Dios no quiera que una vuelta por la ciudad en bus al estilo Marcelino; elogios que para sí los hubiese querido Antoñete tras una tarde gloriosa en Las Ventas y la renovación. Su prestigio a nivel nacional e internacional crecería como la espuma...

Aquí nos detenemos. En la ola de la cresta del cumplimiento de esa hipotética ilusión. Jiménez se juega más de lo que parece. Con Agapito Iglesias, los entrenadores tienen dos destinos: la desaparición del mercado y de los focos o el fracaso pretérito. Víctor Fernández, Garitano, Irureta, Villanova, Garitano, Gay-Nayim, Marcelino y Javier Aguirre se han repartido un futuro estigmatizado por su relación con el propietario. De todos ellos, Víctor pasó por un Betis de Segunda donde fue destituido y Marcelino por el Racing y el Sevilla, que también le despidieron. A El Vasco será difícil verle durante algún tiempo por esos campos.

Si el Real Zaragoza baja, que parece lo más probable, Jiménez lo hará con la misma dignidad profesional en su currículum que el equipo. Elogiable si lucha hasta el final y lastimosa si se confirma con un mes de antelación. Lo sabe. Lo que ignora quizás es que tras la fiesta de esa remota permanencia, su porvenir está escrito. La próxima temporada, para el mes de enero aproximadamente, Agapito le cambiará por otro como es su costumbre. Así, el entrenador no pelea solo contra un imposible, sino contra dos.