Cada decisión deportiva que ha tomado el actual consejo de administración en sus dos temporadas y unos meses al mando de la Sociedad Anónima ha estado originada por una razón determinada, desde la desconfianza hasta la sospecha pasando por la más instintiva animadversión e incluso por el miedo a no tomarla. Entre tanto ir y venir, entre tanto bamboleo, el Real Zaragoza no ha logrado desencadenarse de aquella endémica inestababilidad deportiva que lo desequilibró hasta casi enloquecerlo en la desdichada etapa anterior a esta. Es más, en este nuevo tiempo esa tendencia se ha alimentado.

Estos dos años y unos meses han estado marcados por la ausencia de continuidad, error de profundidad, pero también por el desacierto en decisiones de relevancia. Ha habido de todo, pero la coyuntura actual, con el equipo despeñado tras ser zarandeado en Cádiz, se explica sin ninguna duda por ese último supuesto: la concentración de equivocaciones por parte de la dirección deportiva en la selección de un número demasiado elevado de futbolistas, algunos de los principales, como el portero titular, y especialmente muchos de los que deberían dar un mínimo tono cualitativo cuando falta alguno de los de más enjundia.

No hace ni siquiera un año que Juliá llegó al club. Su discurso, cum laude en teoría zaragocista, de grandes intenciones, casi evangelizador, convenció. Tocó la fibra. Sus acciones posteriores están defraudando. Ha contratado tres entrenadores en once meses y sus decisiones deportivas están en el ojo del huracán. Suya es la autoría intelectual de la plantilla (junto con su ayudante y el ejecutivo más escurridizo de España), que se descose por demasiadas costuras y que tiene unos agujeros negros inmensos.