Cuando al finalizar el partido le preguntaron a Herrera si creía que el Real Zaragoza corría riesgo de descenso, el técnico del Valladolid fue concluyente: «Rotundamente no. Más bien podría dar alguna sorpresa hacia el otro lado». A Herrera, como a casi todos en la última década, no le fue bien en La Romareda, pero tiene la mili hecha en su profesión. Ayer se marchaba contento de vuelta a casa con un punto después de haber sobrevivido a un estupendo Zaragoza en la primera parte: dinámico, enérgico, decidido, con el balón como aliado, con bandas profundas, arrinconando al rival, creando juego y generando ocasiones, que una detrás de otra terminaron en el limbo de lo que pudo ser y no fue. La segunda parte fue otra historia. La alarmante ausencia de fondo físico, de piernas para mantener el nivel agonístico, el ritmo y la velocidad de balón, quedaron otra vez en evidencia.

Así que primero por la mala definición y después por impotencia física, el botín resultó solo un punto, frustrante en tanto en cuanto la línea del descenso se acerca peligrosamente a tres a pesar del buen partido. Láinez ha cambiado drásticamente al Zaragoza. Lo ha hecho más valiente, lo ha ordenado alrededor de la pelota, lo ha alejado de la portería propia y le ha insuflado un entusiasmo desconocido este año. Pombo es la personificación de ese viento nuevo de frescura. A pesar de todo ello y del buen augurio de Herrera, la amenaza de los cuatro últimos puestos sigue ahí cerca. Tardando la intemerata en cambiar de entrenador, el Zaragoza dejó pasar un tren para el que aún hubiera tenido asiento.