Cuando le presentaron en sociedad con las cabezas de Milla y Agné rodando por la sala de prensa, César Láinez expuso como aval sus valores, que no eran poca cosa, pero había que añadir en ese cóctel de compromiso, actitud y profesionalismo algo más. En primer lugar, una cuestión tan elemental, evidente y nada sencilla como que el equipo dejara de encajar goles con tanta facilidad. Le salió su vena de portero, unos personajes que desde su perspectiva disponen de una visión mucho más amplia que el resto de los mortales, un sexto sentido que adquieren con el dolor de recibir más reproches que elogios por la naturaleza capital del puesto que ocupan. Solitarios, algo taciturnos, dianas de la gloria de los delanteros rivales y en el punto de mira crítico de la afición propia. No viven en paz, lo que les hace sufrir de insomnio esté el balón a mil kilómetros o a un palmo de las cejas. Siempre alerta.

Así ha salvado Láinez el Real Zaragoza, despierto cada día, también con la ayuda impagable de Ángel y la solvencia de un imperial Marcelo Silva. Sin condenar al vestuario a cerrozajos cobardes que al final se traducen en un aumento del pánico, el técnico ha sellado la portería con un inteligente aprovechamiento de la pobre materia prima. Ratón antes que Saja e Irureta, la experiencia de José Enrique en el eje en lugar del impetuoso y menos reflexivo Cabrera, desplazado al lateral, zona que permite ciertas excentricidades... Y ese trivote centrocampista que no enamora lo más mínimo pero que permite controlar los partidos un rato, el tiempo suficiente para hacerse temible a fogonazos a la espera del inevitable invierno físico de las segundas partes. No tenía cabida un Cani crepuscular en una alineación que pedía bastante más ritmo y eligió a Pombo. Todas las decisiones encaminadas a frenar la sangría, a aumentar aunque fuera un gramo la competitividad.

Pocos guardametas han triunfado en los banquillos. César Láinez, de momento, tampoco. Lo suyo es otra cosa a la espera de que el destino le ofrezca una oportunidad de verdad y no la imposición de meterse en el incendio para salvar, por compromiso familiar, hasta los muebles. Lo suyo, eso sí, es un éxito muy personal, intransferible. En el último segundo ha evitado la mayor de las derrotas del Real Zaragoza, un descenso trágico, volando hacia la escuadra para detener el balón más complicado de su vida. Como si nada, como si fuera su obligación. Sin darse la menor importancia. Lo que ha hecho no tiene precio.