César Láinez fue un portero que vivió bajo el larguero de los caprichos del destino. Juanmi e incluso Otto Konrad le cerraban el paso y sus rodillas, desde muy joven, le tenían siempre en alerta hasta que envejecieron mucho antes que su cuerpo. Tuvo que retirarse a los 28 años, leyendo una nota redactada con lágrimas, con dos Copas, una Supercopa y un ascenso escoltando su prestigio pero incapaces de sostener su desconsuelo por la prematura despedida. Esa travesía de luchador por una fugaz pero intensa gloria zaragocista, han forjado su carácter. Hoy, por circunstancias, le ha tocado ser entrenador del Real Zaragoza. Ahora mismo, otra cruz en su carrera deportiva a la que se ha clavado por responsabilidad profesional.

Le espera una reconstrucción exprés, alicatar casi todas las paredes de un equipo desconchado deportiva y moralmente, paseándose por el fino alambre de una catástrofe histórica. Va a tener que cambiar cosas y ser valiente, uno de los valores que no introdujo en su discurso en presentación pero que le disntiguieron como futbolista para jugarse el pellejo en el campo o para salir en solitario de una Romareda asediada por numerosos y enfurecidos aficionados mientras sus compañeros permanecían acongojados en el vestuario durante horas.

A ese arrojo natural tendrá que sumar decisiones, y una de ellas muy delicada porque afecta a la portería, territorio que conoce mejor que nadie. El Real Zaragoza es el segundo conjunto más goleado de la categoría por numerosass circunstancias, pero sobre todo por la inestabilidad que está sufriendo el puesto de mayor responsabilidad del equipo. Salvo el Sevilla Atlético, ningún otro club ha empleado a tres porteros distintos a lo largo de la temporada sin que uno de ellos haya conseguido convencer. El error de cáculo y la morosidad de la reacción de Saja en el gol que supuso la derrota contra el filial sevillista fulminó a un arquero que parecía haber impuesto su experiencia y su correcto dominio del juego aéreo.

Entre Saja e Irureta, incomprensible apuesta primero de Luis Milla y después de Raúl Agné, hay todavía un mundo. El argentino tiene un poso de portero con más cuajo, de manos más firmes aunque algo encorsetado en reacciones que exigen velocidad y reflejos. Pero, ¿qué pasa con Álvaro Ratón? Encontró un puesto en la titularidad casi por votación popular y cumplió con corrección. Un día Agné se lo quitó de encima como una pluma y con explicaciones superficiales para demostrarse con el tiempo que se había equivocado con estrépito. Saja permitió a la afición dejar de tragar saliva, hasta esta última jornada que se tumbó en el suelo y no hubo forma de que se levantara.

Posiblemente ese fallo sea considerado un yerro puntual y Saja siga en el once. Láinez no va a enjuiciar con celeridad a nadie. Ahora bien, Ratón, como mínimo, debería recuperar la suplencia por justicia poética y por lógica aplastante. Si apareciera en la titularidad tampoco escandalizaría a nadie. El nuevo entrenador, entre otras muchos asuntos, tendrá que elegir a su portero de cabecera y nadie mejor que él para acertar en una elección nada sencilla y fundamental en la actual tesitura. Sabe que bajo los palos reside gran parte del destino.