El fútbol es un motor incansable de renovación de esperanzas, una máquina inagotable de generación de ilusiones, y reilusiones, capaz de sanar heridas del pasado, superficiales o profundas, aunque en el futuro no haya más que sueños que convertir en realidades. El sábado, el zaragocismo recibió un golpe durísimo con la eliminación en el playoff de ascenso contra el Numancia. Un palo totalmente imprevisto y muy cruel. Han transcurrido solo tres días desde que el cabezazo de Diamanka heló La Romareda y el Real Zaragoza y su gente ya miran hacia delante fantaseando con nuevos desafíos.

Para invertir la dirección de las emociones es importante una buena estrategia de comunicación que cambie el paso rápidamente y convierta la tristeza en perspectivas. Esto el Zaragoza lo hace diligente. El año pasado, tras la salvación, enseguida anunció que Lasure, Delmás y Zalaya subían al primer equipo. Este, tras la salida de Natxo por la puerta de atrás, ha sido la renovación de Lalo Arantegui hasta 2020, un año más de lo que tenía firmado. En la figura del director deportivo están concentradas las esperanzas del zaragocismo. La gente cree en él y en su proyecto. Su continuidad es celebrada como la de un buen jugador. Es como un beatle, con legión de fans. Un gran activo para él. Y una enorme responsabilidad.