Solo hay un dios y un montón de discípulos, de apóstoles. Solo hay uno que está por encima de los demás. Ese dios, que ayer, en Silverstone, en una carrera antológica, se peleó, chocó, se batió y derrotó al príncipe de los otros, al rey de los humanos, al líder del resto de la parrilla, a ese muchacho llamado Jorge Lorenzo, ha vuelto a demostrar que puede renovar su flamante título mundial, que logró el año pasado convirtiéndose en el rookie más joven de la historia en conquistarlo. Y puede hacerlo antes de que el Mundial se vaya de gira por Asia y Australia, es decir, a finales de mes en Aragón. Tal es su ventaja, su diferencia, su agresividad y pilotaje.

Marc Márquez, que continúa rompiendo normas, récords, velocidades y ángulos (el lunes pasado salvó una caída con el 68% de ángulo), no estaba muerto, simplemente herido. Pero herido en su mente, en su cabeza, pues solo al día siguiente de salir derrotado de Brno por los otros tres magníficos, Dani Pedrosa, Jorge Lorenzo y Valentino Rossi, entendió que todo se debía a un neumático defectuoso. Y, a partir de entonces, sabedor de que la culpa era del caucho, de una fábrica y no de su equipo, ni de su moto, ni de él, por supuesto, se puso manos a la obra de reconstruir su firmamento.

Márquez se enganchó ayer a la rueda de Lorenzo. El año pasado, el mallorquín le ganó colándose por dentro en la curva de entrada a meta. Márquez lo tenía en su cabeza. Entró como cuchillo en mantequilla en la 12, Lorenzo empujó, resistió, se tocaron y Márquez pensó "¡será en la siguiente, lo siento!", el mallorquín se tuvo que abrir para trazar la siguiente ("con esta moto no puedo meter la moto como la mete él, ¡a saco!, he de abrirme más") y el niño de Cervera le superó. Y ya hasta meta.