A estas alturas de la película, incluso los más optimistas habrán tirado la toalla y dejado de soñar con una recta final apoteósica y en un Zaragoza distinto que llegue a las últimas jornadas con opciones de tener opciones. También habrán abandonado, digo yo, esos jugadores y algún otro componente del club que adornan ruedas de prensa con ilusiones de play off y ascenso amparadas en una segunda vuelta brutal. Servidor, lo admito, se resistía. Sin más razón que la sinrazón. Sin otro argumento que la fe. Ya no.

Y si usted, porque así se lo siguen vendiendo, se empeña en soñar, sepa que su ilusión queda en manos de un conjunto cuya principal característica es la peor posible para sostener ilusiones: el miedo. Porque el Zaragoza es un equipo cobarde y preso de sus propias inseguridades. Miedo a perder. Miedo a ganar. Miedo al presente. Miedo al futuro. Miedo al rival. Pero, sobre todo, miedo a sí mismo.

Ese pavor es lo que le impide remontar cualquier marcador adverso. O retener una ventaja como ayer en Alcorcón. El Zaragoza gana poco porque se lo gana poco e incluso cuando lo hace siempre da opciones al rival para acabar sufriendo. Porque el sufrimiento es innato a este equipo incapaz de desprenderse de un tremendo complejo de inferioridad y una ingente falta de autoestima que amenazan con llevárselo por delante. El mejor crecimiento es desde la victoria, pero también puede haber progresión desde la derrota. Nunca desde el miedo.

El Zaragoza es cobarde porque sus jugadores son frágiles mentalmente y, sobre todo, porque su entrenador también lo es. Ayer dio otra muestra de ello. Primero un 4-4-2 con Febas y luego de nuevo el rombo sin él y Alfaro, un extremo puro, en su lugar en el vértice. Y otro cambio a un cuarto de hora para el final y el último casi en el descuento para perder tiempo y retener el punto. Nada de abrir el campo. Nada de arriesgar. Ningún intento por despojarse del acoso de otro rival que fue superior. Ni rastro de evidencias de que este técnico ensaya la transición ofensiva o tiene claras las zonas de presión. Solo dudas, inseguridad y miedo. Mucho miedo.

Y, claro, ese pavor también se apodera del zaragocismo, que asiste impávido a eternas sesiones de bochornos y desprecios. Como el que mostró ayer el técnico al mensaje de hartazgo y hastío enviado desde las gradas de santo Domingo. Esas benditas voces que comenzaron el choque poderosas y valientes fueron menguando conforme avanzaba el sopor y crecía el miedo hasta culminar en, más que una exigencia, una petición de que alguien acabe con esto de una vez. No será así, al menos de momento. Así que solo queda cerrar los ojos y esperar que la pesadilla acabe pronto para volver a dejar sus sueños en buenas manos. Y huir de una vez de la maldita cobardía.