Podría haberse sentado en la sala de prensa de El Sadar y haber sacado pecho. Motivos tenía de sobra para ello. Veamos. El Real Zaragoza acababa de ganar a Osasuna en un partido tremendamente ilustrador de cuánto valor tienen los estados de ánimo y las dinámicas en el deporte profesional, el sexto triunfo consecutivo en Liga frente a un rival que jugó a un nivel alto y que deja al equipo metido en puesto de promoción después de una remontada que no tiene fin y que agota calificativos. Algunos de sus futbolistas habían brillado a la altura que un candidato al ascenso requiere, especialmente dos: Borja Iglesias en otra tarde de delantero grande, de definición majestuosa, y, por encima de todos, Cristian Álvarez, con una exhibición portentosa más propia de un extraterrestre que de un ser humano. El triunfo le pertenece.

Sin embargo, Natxo González se sentó delante de los micrófonos, entre feliz y aliviado, pero con ese punto de autocrítica que le ha hecho avanzar hasta este momento de bienestar: es el conductor de una locomotora. «Tenemos que analizar el partido, no hemos estado bien», dijo. Escúchenlo. Escúchenlo.

Hace varios meses, cuando el Zaragoza merecía más y conseguía menos, el técnico reclamó no poner el foco solamente en el resultado sino mirar en profundidad. En una demostración de cordura, eso es lo que hizo ayer en la cresta de la ola y el equipo embalado. Así es como Natxo ha hecho crecer el proyecto. Situando el foco donde los profesionales deben ponerlo, en localizar los problemas y dar con las soluciones, con racionalidad y espíritu crítico, lejos de la autocomplacencia, la emotividad y la visceralidad que acompaña al fútbol. Que el entrenador del Zaragoza haya alcanzado ese dominio de lo que tiene entre manos y de la escena, la real, no la sentimental, es una noticia tan importante como la propia victoria.