Un infarto fulminante apagó ayer, a los 72 años, la llama de Carlos Alberto Torres, el capitán de capitanes de la Seleçao. Si Pelé canonizó el 10 para el imaginario colectivo mundial, fue Torres, o Capita como cariñosamente lo apellidaban sus colegas en México 70, quien imprimió al brazalete de la canarinha los valores de liderazgo y rectitud moral, que la torcida todavía hoy exige. Torres se inmortalizó en el estadio Azteca, cuando levantó la copa Jules Rimet, que coronaba la considerada hasta hoy mejor selección de todos los tiempos, y que alzaba a Brasil, como el primer tricampeón mundial. Aquel trofeo sería robado en 1983 en la sede de la CBF y fue supuestamente fundido en barras de oro para desesperación de o Capita.

México 70 fue el apogeo del futebol arte gracias a la genialidad de Zagallo de encajar a Gerson, Pelé, Rivellino, Tostao y Jairzinho en un mismo once. Aquel equipo irrepetible, sin embargo, no se entendería sin el pulmón de Clodoaldo o los gritos de Torres que hacían bajar la cabeza del mismísimo Pelé. En tierras aztecas, en la plenitud de los 25 años, O Capita mostró al mundo, desde la banda derecha, una nueva concepción de lateral: una vez solventadas las obligaciones defensivas, se lanzaba con ahínco al ataque, explotando su habilidad y su potente golpeo de balón.

Y el último gol de aquel Mundial, el que selló el 4-1 contra Italia en la final, obra de Torres simboliza, aún hoy para los brasileños, la técnica sublime al servicio de una concepción colectiva del juego, que provoca lágrimas de saudades entre los aficionados más veteranos. Es por esta jugada y su aportación revolucionaria en una selección que estremeció los cimientos futbolísticos que Torres es considerado uno de los mejores, sino el mejor, lateral derecho de la historia del fútbol. Surgido de la base del Fluminense, pudo saborear el Santos de Pelé, donde fue multicampeón de todo. También jugó en el Cosmos de Nueva York con Pelé.