César Láinez no fue justo consigo mismo, tampoco con la realidad, cuando se señaló como máximo responsable de este Real Zaragoza que va a matarle, un Real Zaragoza que le traiciona cada fin de semana. El técnico, como gran parte de la afición, no se detiene a entender a este equipo, sino que lo quiere por encima de su terrible actualidad. Es una perspectiva sentimental que honra a sus fieles, pero como en toda religión hay que saber distinguir entre los sacerdotes y los falsos profetas. El entrenador, con su inmolación mediática, quiso salvaguardar a sus futbolistas y a una directiva que le dio --no nos engañemos-- la oportunidad de elegir si colgarse de un árbol o de una tubería cuando le ofreció el banquillo. Ni unos ni otros se merecen a Láinez, quien logrará salvar al club en solitario, expuesto a la mayor crisis-tragedia de la institución en su historia.

Se agradece que alguien dé la cara en un Real Zaragoza enmascarado, regido por sombras y eclipses informativos. Alguien que sufre sin medias tintas, que suda sangre zaragocista. Pero por mucho que se empeñe en sacrificarse por el bien común apelando a unos errores personales más que cuestionables, la verdad resulta tan aplastante que le libera de culpa, de la inapropiada flagelación que protagonizó con su espíritu proteccionista; también con su alma rota. Al final del encuentro, la hinchada la tomó con los jugadores y con el palco. A estas alturas, todo el mundo tiene muy claro quién merece la lapidación crítica, y Láinez no entrará jamás en esa convocatoria por su calidad humana y por su condición de icono. Por su puesto, por su valentía para hacerse cargo de una empresa en bancarrota de valores, en quiebra de proyectos. No, César, no vamos a dejar que te inmoles en fuego ajeno.