—¿Tiene que ver con el fútbol?

—No. Después de retirarme me quedé a vivir en Zaragoza hasta el 2010 y estuve entrenando en el Amistad a alevines e infantiles. Pero luego me vine a Cantabria, me puse a trabajar y ya no me cuadraban los horarios para estar con los críos. Entonces lo fui dejando y ahora estoy muy cómodo solo como padre.

—¿Tiene carnet de entrenador?

—Sí, hice los cursos en Madrid. Tengo todos los niveles. Cuando estuve en el Amistad me gustaba, me lo pasaba muy bien y no me quitaba demasiado tiempo.

—¿A qué se dedica?

—Estoy en un negocio familiar. La familia de mi padre tiene un camping en Pechón. Soy de aquí y mi mujer es de Llanes, que está a 30 kilómetros. Nos quedamos primero en Zaragoza, pero llegó un momento que nos entró la morriña y volvimos a casa.

—¿Nació en Buenos Aires?

—Sí. Mi madre es argentina y mi padre fue inmigrante. Se conocieron y allí nacimos mi hermano y yo. Pero, vamos, no tengo recuerdos de Argentina, en 1974 ya estábamos en España, en Pechón. Yo tenía entonces 3 años y no he vuelto nunca.

—¿Dónde descubrió el fútbol?

—En Llanes. Como estamos en la frontera con Asturias, la EGB la estudié en Colombres. Jugaba de vez en cuando, sin federar, con un par de equipos. Hasta que montaron en Llanes un club infantil federado, me conocían de Pechón y me llamaron. Convencieron a mi padre, yo no estaba mucho por la labor, por las distancias más que nada. Y ahí estuve tres años de infantil y uno de juvenil antes de que me fichara el Sporting.

—¿Le gustaba mucho el fútbol o empezó por casualidad?

—Todos los recuerdos que tengo de crío son con un balón. Jugaba en el pueblo solo en la carretera pegando pelotazos a una puerta.

—¿Alguna vez se imaginó que iba a jugar 14 temporadas en el fútbol profesional?

—No. Cuando eres pequeño piensas que quieres jugar en Primera, pero cuando te haces mayor te das cuenta lo difícil que es. Veía en Mareo la cantidad de gente que se iba sin tener una oportunidad y entendí que era complicadísimo. Pero, bueno, llega, te agarras y te sale. No es suerte la palabra, quizá fortuna en momentos clave, y después que te respeten las lesiones. Pero no es suerte, son muchas horas de muchas cosas y muchas horas de no hacer otras. Puedes tener fortuna a veces, que le pegue al palo o entre, pero a eso también le puedes llamar puntería.

—¿Se puede tener suerte 14 años seguidos?

—No me gusta desmerecer a nadie, pero en 14 años tienes una pila de entrenadores y he tenido la oportunidad de jugar un montón de partidos.

—¿Llegó al Sporting en juveniles?

—Sí, después de ascender con el Llanes a Primera Juvenil. Estuve dos años en juveniles, aunque en el primero ya terminé la temporada con el filial en Tercera División. Ese año ascendimos a Segunda B, con un equipo en el que estaban Abelardo, Luis Enrique, Manjarín... ¡Vaya Tercera División era esa! Los demás acompañábamos un poco (risas). Cuando cumplí en juveniles ya hice la pretemporada con el primer equipo. Me iban a mandar al filial, pero hubo una lesión de un jugador del primer equipo y ahí me quedé. Ya nunca jugué en el filial.

—Gijón se convirtió en su casa. ¿Por qué decidió salir?

—Tenía dos ejemplos en el equipo, Joaquín y Jiménez. Eran el espejo y yo pensaba que ojalá pudiese estar tantos años como ellos en el club. Pero el fútbol ya había empezado a cambiar, la gente se empezaba a cansar antes de todo. Coincidió que acababa contrato el año del descenso, en una situación en el club que no era la mejor. Habían pasado dos o tres presidentes y tres o cuatro entrenadores. Tenía la oportunidad de quedarme, pero no en las condiciones que me gustaría, por decirlo suavemente. Y no me refiero al tema económico.

—Llegó a Zaragoza en 1998. ¿Se adaptó pronto?

—¡Eso fue muy fácil! El Zaragoza me había querido firmar en el 94, el año de la Recopa. Tenía allí de avanzadilla a Óscar Luis Celada. Hablaron con él, me llamó e incluso llegué a hablar con gente del club, pero al Sporting no le interesó venderme. Desde entonces ya me llamaba la atención el Zaragoza. Óscar me ponía la ciudad y todo por las nubes, así que ya lo miraba con otros ojos. Cuando llegué, me adapté fenomenal a todo. En el club me trataron genial y en la ciudad también. De hecho, me retiré en el 2004 y me quedé a vivir hasta el 2010.

—¿Sus hijos son aragoneses?

—Sí, sí. Son muy maños, sobre todo el mayor. Fuimos a ver un Sporting-Zaragoza a El Molinón hace tres o cuatro años, que marcó el Zaragoza en el 90, y se puso a saltar y a gritar. Estábamos en un palco al lado de Mino, aquel central que jugó también en el Madrid, pero a mi hijo le dio igual quién estuviera allí, se volvió loco de alegría.

—¿Le ayudó la confianza que le dio Chechu Rojo?

—Sí. Salió todo rodado. Llegué y estaban Belsué y Solana, pero mi intención era jugar y enseguida me tocó. Lo importante del fútbol es estar preparado cuando te toca. Mucha gente protesta cuando no juega, pero es en esos momentos cuando hay que entrenar más si cabe. Coincidió también que fueron grandes temporadas en cuanto a resultados, y que teníamos buen equipo. Llegué el mismo año que Savo.

—No era malo ese Milosevic...

—Bufff. Le mandábamos unos melocotones increíbles, pero el tío de un melocotón te hacía un gol. Hubo momentos que se decía que con Rojo no se jugaba bien, pero no era así. Con Santi (Aragón), el Toro (Acuña) y el Kily cómo vas a jugar mal. Pero, claro, los momentos en que estábamos apurados atrás, se la mandábamos al grande, la bajaba, la jugaba...

—Jugó de lateral derecho, de la teral izquierdo y de central. ¿Fue polivalente desde joven?

—De pequeño jugaba de delantero. En infantiles sacaba las faltas, metía los goles... Hacía de todo. En Llanes estaba entre los pichichis en juveniles. Allí jugaba de mediapunta tirado a la izquierda. En Mareo ya jugaba en el centro del campo en la banda, la misma posición en la que debuté en Primera División.

—¿Cómo acabó de lateral?

—Cambiamos a jugar con tres centrales, pasé a ser carrilero, a subir la banda con 19 años 50 veces. Y luego, cuando reestructuraron, pues ya me quedé en el lateral. En juveniles también empezaron a ponerme en la izquierda, pensando entonces que en el primer equipo no había zurdos. Así que yo jugaba en la derecha si había zurdos; y si no había, pues en la izquierda.

—Decía Lillo que no tenía la lateralidad definida.

—Era un crack. Tenía frases míticas... Me alegro mucho de que le vaya bien. En Zaragoza no le dejaron tener suerte.

—Su ciclo en Zaragoza fue bueno, intenso en líneas generales, con dos Copas, casi una Liga, un descenso, un ascenso.

—Pudimos ganar aquella Liga del 2000, aunque sabíamos que era difícil. Pero de lo que sí estábamos seguros era de que íbamos a jugar la Champions. Luego la ganó el Madrid, se inventaron ahí una norma sobre la marcha y al final nos dejaron fuera.

—¿Algún entrenador le dejó huella?

—De todos aprendí, incluso de los malos lo que no tenía que hacer (risas).

—¿La Copa del 2001 es su mejor recuerdo?

—Sí, claro. Me siento muy orgulloso. Llegábamos de salvarnos in extremis y la final fue increíble. El Celta acabó la temporada muy bien y todos nos daban como un equipo comparsa en la final. Pero, bueno, salió todo bien. Me acuerdo de subir por la grada a llevar la copa a mi mujer y a mis padres, de la vuelta al campo, de tantas cosas...

—¿Y de la expulsión?

—¡Claro! (carcajada). La tengo grabadísima. Soy muy amigo de Ander (Garitano), pero en ese momento quería colgarlo. Qué cabezón que es, la madre que lo parió (risas).

—¿Cómo fue?

—Hubo una falta en la banda cerca del centro del campo y le dije: «Sácala tú, que yo tengo amarilla». Se trataba se ser listos y de que se acabara el partido perdiendo un poco de tiempo. Pero, entre una cosa y otra, llegó el árbitro y me sacó la segunda. Era el descuento, pero me cogí un calentón tremendo.

—Muchos goles de juveniles, pocos con el Zaragoza...

—Dos en Santander, uno en Liga muy bonito de cabeza y otro en Copa, y uno en Oviedo el día que echaron a Lillo.

—Iba bien de cabeza.

—Sí. Me decían que coordinaba muy bien a la hora de saltar y golpear. Luego en el vestuario había alguno que me decía que tenía un martillo en la cabeza porque remataba muy fuerte.

—¿Algún partido perfecto?

—El día del 1-5 en el Bernabéu. El éxito de esa victoria la tiene Chechu (Rojo) en un porcentaje altísimo. Hizo una variación que ensayamos a puerta cerrada, jugando tres centrales, sin lateral, y con Ander y Vellisca repartiéndose esa zona en la que jugaban Karembeu y Seedorf. Se lesionó Paco, entró Chucho y pasé yo de central y él de falso central.

—Los problemas de rodilla le estropearon el final.

—Sí. El último año no llegué a jugar ningún partido, y el anterior solo seis. El último partido que jugué fue en Oviedo de capitán, el día de Cani y Espadas. Todo vino de una lesión de joven de menisco que degeneró. Me hice una artroscopia al final de la temporada del ascenso y me dijeron que estaba más delicado de lo que parecía y que tenía que ir pensando en otras cosas. Me puse cabezón, dije que quería jugar y ahora tengo un artrosis bastante curiosa.

—¿El triunfo en la Copa de Montjuic lo vio desde la grada?

—Sí, por los pelos. Llegamos y no teníamos sitio para sentarnos. Salimos del vestuario, empezamos a buscar el sitio, iba a empezar el himno y los de seguridad nos echaban de la escalera. Nos fuimos para las cabinas, tuvimos que ver el himno de pie sin sitio y al final apareció alguien de la federación y nos ubicó. Yo ya contaba con que no iba a jugar y me lo tomé de otra manera, de apoyo, de ayuda, de estar animando. Además, estaba muy convencido de que podíamos ganar.

—Sería de los pocos.

—¡Igual porque no jugaba! (risas). Estaba muy relajado y repitiendo que íbamos a ganar, aunque no teníamos ni champán. «Que vaya alguien al vestuario del Madrid, que allí tendrán cajas y cajas», les dije. No me acuerdo quién fue, pero nos lo dieron. El Zaragoza jugó un partidazo. Si no, no hay manera de ganar a ese Madrid. El gol de Luciano, por ejemplo. Dirán que si aquel balón, que si no sé qué... Pero, vamos, que fue un golazo.

—¿Cómo se lesionó sin jugar?

—En la vuelta de celebración. Me puse a saltar con traje y zapatos finos. En uno de esos saltos pisé a Toledo y me torcí el tobillo. Tremendo, pero, claro, seguí con la celebración. Luego toda la noche poniendo hielo, se puede imaginar (risas). Al día siguiente vino Víctor y me preguntó qué pasaba. Le enseñé el tobillo y se me quedó mirando con una cara como diciendo: «¡Qué harías tú anoche!» (risas).

—¿Ve al Zaragoza?

SEmDNo tengo mucho tiempo con las actividades de los niños, aunque siempre que puedo lo veo. El primero que lo pone es mi hijo.

—¿Lo siente o lo sufre?

—Todo. Si lo ves poco pero lo conoces... Es imposible, cambia todo de un año para otro, no hay manera de enganchar a la gente. Es difícil que la gente se identifique con eso. Tendría que haber una continuidad, un equipo no puede crecer si no tiene una base. Si fichas a catorce cracks igual subes, hasta puedes jugar bien... Pero sin dinero, desde luego, no fichas catorce cracks.

—Han puesto a un amigo suyo de entrenador. ¿Qué le parece?

—Es normal que en estas situaciones pongan al técnico del filial. Creo que lo va a hacer bien. Si él está convencido, que lo está o no habría cogido el equipo, y por cómo va a trabajar, estoy seguro de que lo va a sacar adelante. Es una persona con valores y en el equipo tiene gente con valores. Para el Zaragoza creo que es la persona adecuada.