Ruiz de Galarreta tiene unas condiciones innatas estupendas para jugar al fútbol. Centrocampista con clase, toque rápido y fácil de balón y capaz de ver el espacio libre con la sencillez con la que muchos otros se enredan en un bucle sin salida. Su carencia de físico la suple con una gran voluntad de trabajo, inhabitual para los jugadores de su estirpe, más proclives al esfuerzo comedido. Tiene solo 21 años y está cedido por el Athletic para que recorra kilómetros tras dos años malditos con dos lesiones duras de rodilla. Nadie cuestiona sus posibilidades. Están ahí. A fecha de hoy, eso sí, aún falta que el protagonista las confirme con rotundidad.

En el Zaragoza, Galarreta juega más retrasado de lo que lo hacía en anteriores experiencias. Víctor Muñoz le ha dado uno de los mediocentros, en teoría el encargado de la elaboración. Seguramente, el eibarrés luciría a mayor nivel unos metros más arriba, en el espacio del último pase. Esa posición por delante de la defensa y, sobre todo, el estilo de fútbol del equipo no le favorecen: el Zaragoza juega a la presión, al robo, a aprovechar las recuperaciones para hacer daño a las defensas justo en ese momento crítico en que están desorganizadas. La pelota pasa poco por el centro, suele ir en vertical.

La Romareda se ha encariñado con Íñigo porque está harta de ver malos futbolistas y cuando percibe que uno es o puede ser diferente a tanto impostor, se entrega a él. Su aspecto de niño también le ha ayudado. Contra el Betis, aunque acertara --eso vino después--, Muñoz se escuchó una sonora pitada por cambiarlo. Un pequeño pandemónium. Ayer ensayó con Lolo como pareja de Dorca.

Hasta ahora la temporada de Ruiz de Galarreta, con alguna aparición brillante como ante la Llagostera, está siendo normal, con algún buen pico. Seguramente el primero que sabe que puede jugar más y mucho mejor al fútbol, incluso en un esquema hostil para sus condiciones, es él mismo.