El pasado verano el Real Zaragoza tuvo mucho que hacer en muy poco tiempo. Recién terminada la era de Agapito Iglesias, el trabajo institucional, societario, financiero, social y deportivo fue ingente, muy concentrado y con un extraordinario estrés emocional y físico. Por supuesto, también en la parcela estrictamente futbolística. Aunque en sus primeros pasos el mensaje oficial estuvo siempre trabado de prudencia y mesura, en aquellos días la nueva propiedad ya fijó el objetivo prioritario para esta temporada: el ascenso a Primera, la vía de escape de la mayoría de los males de la SAD y el único puente hacia un futuro despejado y mejor.

Esta premisa, entonces disfrazada de cautela, fue determinante a la hora de elegir a los jugadores. El Zaragoza nunca construyó una plantilla de transición, sino para intentar subir a la primera. Por ello desechó el conservadurismo en las contrataciones, renunciando a futbolistas de Segunda que le hubieran asegurado un rendimiento correcto en la categoría pero cuyo limitado vuelo hubiera acotado el recorrido final del equipo. Y arriesgó.

Arriesgó en los perfiles. Arriesgó, por ejemplo, con Jaime y Willian José, jugadores de indudable talento pero discontinuos mentalmente. Con el primero la apuesta está saliendo bien. El segundo sigue disperso e inadaptado. Pero esa es la carta valiente a la que ha apostado el club. Riesgo pero expectativa mayor. Insa, un hombre que llevaba meses sin equipo, es el último botón de muestra de esta filosofía.