Al escribir de alguien que se va del fútbol bonito, por lo general se nos ablanda el corazón como un balón pinchado y se nos levanta enfrente un estadio para llenar su aforo de elogios. Abusamos de la hipérbole sentimentalista y la parábola se abre indefinida para relatar la leyenda en una espontánea biografía del protagonista, guiada por la emoción del momento y la realidad de los hechos. Nos ocurre a los humanos y es un reacción muy natural, tanto del que admirará al jugador más allá del ocaso como a quien le echó tierra encima de vez en cuando mientras vivía sobre el césped. En las próximas horas, Cani será inevitable y querido inquilino del Olimpo zaragocista, posiblemente más que nunca en su carrera. Después, entre la erosión del tiempo y la amnesia histórica del club, pasará a formar parte del cariño perenne de la afición, en realidad el más alto de los honores.

El veterano futbolista entiende que ha llegado su hora, y le apena no haber podido ayudar a que el Real Zaragoza ascendiera. Vino para una misión imposible y lo ha sido no sólo para él. Sin embargo, de Rubén Gracia va a quedar mucho más que esta última etapa, un episodio gris y duro. Su legado no será el de un héroe, papel en el que nunca se ha reconocido, pero por el camino se ha ganado la porción de inmortalidad que corresponde a los jugadores diferentes, a esos poetas que han compuesto hermosos versos en un deporte esclavo de la prosa táctica, de la rectitud disciplinaria, de la condena a la creatividad si no es ¿estrictamente? necesaria.

Cani saltó un día a La Romareda para divertirse. Era joven, pícaro, atrevido... Un chico grande que dibujó una sonrisa en El Municipal con sus ocurrencias. Pura alegría con el balón y encendedor de no pocos debates por la anarquía que distingue a esta especie en extinción, libertino con muchas de las reglas en favor de su libertad de invención, de su excelsa calidad técnica. En el Villarreal alcanzó la madurez sin perder la insumisión, mezcla que mejoró su repertorio y magnificó la nostalgia por su ausencia. De regreso a casa se trajo bajo la chistera su fantasía, pero también las pesadas canas de la edad. Aun así buscó una noble causa para rebelarse, una vez más, a bordo de su incuestionable zaragocismo: subir al equipo.

A El Niño hay que agradecerle que nos haya hecho la vida más bonita y el fútbol más sincero por decir la verdad con la pelota, por ser tan especial sin creerse un dios pese a que en las próximas horas queramos sacarle del barrio para subirle a un trono que jamás reclamó.