En el corazón de Leganés se vive día a día. La gente se levanta al punto de la mañana para trabajar, muchos se tienen que desplazar a Madrid en coche, otros simplemente caminan unos minutos por esas clásicas calles adoquinadas. El momento del desayuno suele estar acompañado del diario deportivo, se mira con curiosidad la actualidad del Leganés -aunque a muchos el ojo se les va también a la sección del Madrid o el Atlético-. El debate está servido. «El Lega no puede saltar al césped sin intensidad», se escucha desde la barra de un céntrico bar. Lo dicen trabajadores de la rutina, aquellos que no cesan en su empeño por salir adelante. Como el Leganés, un club hecho a sí mismo.

El Leganés hace de la naturalidad una sorprendente virtud ante el hermetismo generalizado en el fútbol. Quizás eso sea parte de su éxito. «Viene mucho a comer la mujer de Garitano. También viene Diego Rico, es un encanto de chico», comenta Cristian, hostelero en el bar Oh La La. La ciudad de Leganés no ha cambiado desde que su equipo está en Primera, y Diego tampoco. «Garitano nos pide que trabajemos al máximo hoy, y al día siguiente nos vuelve a repetir la frase. Si miramos más allá del día a día no será bueno», asevera Diego. Hace dos temporadas cerró una larga etapa en el Real Zaragoza, el club donde se curtió como futbolista, y puso rumbo hacia el sueño de la Primera División. Costó algo más de un millón de euros, una apuesta avalada por Asier Garitano: «El míster me dijo que ya me intentó fichar un año antes, pero no se pudo dar». Diego cayó de pie en Butarque, fichó un jueves y el lunes ya hizo historia. «Asier me dijo que si estaba preparado para jugar. Solo habían pasado cuatro días de mi llegada y fui titular en el primer partido. Además ganamos. Fuimos los primeros que consiguieron ganar fuera de casa en su debut en Primera División», rememora con una sonrisa.

Quizás exista un vínculo invisible entre Rico y el Leganés. La idiosincrasia de ambos es similar. Los dos curtidos a palos, los dos en lo más alto gracias a un sacrificio inquebrantable. Ambos han pasado por todas las categorías del fútbol, de forma casi escalonada. Y nadie les ha regalado nada. «No entendemos el fútbol sin trabajo», explica.

En la retina de todo aficionado a la Segunda B aún perduran aquellos partidos en Butarque donde apenas acudían 2.000 personas. Los fondos del estadio estaban casi abandonados, solamente los pepineros de pura cepa aguantaban con pasión aquellos partidos de gresca frente al Sariñena, o las fases de promoción ante el Lleida. Pero todo cambió con Asier Garitano. El arquitecto del sueño. Sus manos introdujeron en la fértil tierra madrileña la semilla de la que acabaría brotando el fruto del éxito. De Segunda B a Primera División, lo imposible para un club que estuvo cerca de la quiebra unos años atrás. «Garitano es una figura, no es un entrenador simple. Nos enseña que somos una familia y esa es la única vía de seguir creciendo. No se podría concebir este Leganés sin Garitano».

El ojo del Real Madrid

El equipo de fútbol habitúa a ser un reflejo del sitio que representa. Resulta mágico el poder ver como las tradiciones y los valores de una tierra puedan emerger con libertad bajo el contexto del balompié. Así lo representa el Lega, criado bajo la naturaleza obrera. «En el Leganés no hay compromisos con nadie, el que triunfa es porque se lo gana». Diego encarna esta doctrina bajo los destellos de la glamurosa metrópoli madrileña. Una realidad totalmente paralela a su infancia burgalesa. O a su vida en Zaragoza, mientras sufría por escalar paso a paso en el interminable escalafón del balompié español. Ahora vive en Boadilla del Monte, «equivalente a Montecanal», explica Diego. «En Madrid estamos Ángel Rodríguez, Leandro Cabrera, Dorca, Jesús Vallejo, Pablo Alcolea y Ortí, que están en Toledo. Hace poco hicimos una quedada todos juntos, pero yo no pude ir porque tenía gripe».

El fútbol es un espejo de la vida. No es lineal, es imperfecto. La dedicación no garantiza el éxito, ya que la crueldad y el desasosiego forman parte de la esencia de este deporte. Bien lo sabe el burgalés, poseedor de una larga lista de antecedente en cuanto a piedras sobre su camino se refiere. Todos esos golpes que recibió sobre su lomo le fueron moldeando. Cuando estaba en el Cadete de último año recibió la llamada del Real Madrid. El sueño de todo niño.

Diego era uno de los valores más explosivos del fútbol castellano-leonés. Le dijeron probar unos días con la casa blanca y terminó haciendo la pretemporada con el Juvenil C, entrenado por Luis Miguel Ramis. Allí coincidió con una lujosa camada de futbolistas. Se ejercitó bajo la compañía de Raúl de Tomás, Diego Llorente, Pacheco o Sobrino. Los coordinadores quedaron satisfechos con su rendimiento y le dijeron que iban a seguir con detenimiento su progresión. Pero el fútbol sacudió a Diego Rico con toda su crueldad, en la parte donde más duele, en las emociones.

«Quise dejar el fútbol»

Aquel verano de ensueño terminó como una lluvia de plomo. «Me quedé sorprendido cuando el presidente del Burgos Promesas me dijo que si me fichaba el Madrid me tenía que volver cedido aquí. Les dije que bajo ningún concepto y me pegué toda la primera vuelta sin jugar, no iba ni convocado. Todo el mundo sabía que el Madrid me estaba siguiendo y no jugué nada». De tocar el cielo a quedarse en el banquillo mientras un lateral derecho ocupaba el carril izquierdo. La banda de Rico. «Fue una desilusión que me afectó muchísimo. Lloraba y estaba desmoralizado. Le dije a mi padre que quería dejar el fútbol», asegura el exzaragocista.

Francisco Javier, su padre, se puso en contacto con el club para tratar de normalizar la situación. Finalmente Diego volvió a jugar, sin embargo siempre quedará la duda de qué hubiera pasado si no hubiera sido relegado al banquillo. Quizás hubiera vuelto a recibir la llamada del Real Madrid. Cosas del destino, un puñado de años después el chaval de Burgos consiguió expulsar a los blancos de la Copa del Rey con un histórico 1-2 del Lega en el Bernabéu.

Aquel día estuvo toda su familiale le vio hacer historia. Avanzó a semifinales de Copa tumbando al gigante blanco. Francisco Javier, Begoña -su madre- o Javier -su hermano- hicieron el ritual de siempre. Viajaron desde Burgos para presenciar con orgullo los trotes de su futbolista favorito por los campos de España. «Mi padre se levantaba a las cinco de la mañana, mi madre también se levantaba temprano y mi hermano tenía colegio, pero daba igual. Ahí estaban», comenta Rico.

Cinco años en Zaragoza

Cada vez que Diego perfora una red sigue el mismo procedimiento. Se lleva una mano al ojo. No lo hace por ninguna moda, va dedicado a su hermano Javier. Uno de sus máximos pilares. «Mi hermano está ciego de un ojo. Lo hemos pasado mal por sus problemas de salud. Pero él siempre tenía una sonrisa en la boca y muchas palabras bonitas sobre nosotros. Él nunca se ha rendido, al contrario, nos contagiaba su entusiasmo. Ha sido un referente para mí, por eso celebro así los goles. Es parte de mi esencia», explica.

Los Rico-Salguero vivieron momentos duros en sus cinco años en Zaragoza. Como aquellas tardes negras donde en La Romareda se proyectaban pitos y comentarios deplorables sobre el lateral izquierdo. «Mi familia lo pasó muy mal. Venían a verme jugar desde Burgos y escuchaban comentarios horrorosos. Insultos graves. Y eso a un padre o una madre les afecta muchísimo». Sin embargo, un gol en Girona lo cambió todo. «Cambié los pitos por alabanzas a raíz de un gol en Montilivi, y eso solo fue fruto del trabajo», comenta el burgalés. Hoy recuerda con su padre todo lo que pasaron, su revancha a los lances de la vida y con objetivos más ambiciosos. «Hablamos de lo bonito que sería ir convocado con España. Tengo 25 años, sé que soy joven y lo que hay que hacer para seguir creciendo». Diego Rico se ha hecho a sí mismo, conocedor de que, tanto en el fútbol como en la vida, la única salida es hacia delante.