Cuando se asciende al Ventoux por su cara sur, en el momento en que ya ha desaparecido la vegetación y solo quedan piedras lunares y un viento perenne, a tres kilómetros de la cima, se descubre un monolito. Cuenta la tradición que el cicloturista que por primera vez escala el Gigante de Provenza, al monte que encandiló a Petrarca y a Frédéric Mistral, el gran poeta provenzal, tiene que dejar en el lugar un recuerdo de su hazaña: un bidón, un tubular, un guante, y antes de instaurarse por seguridad el casco, lo más común era depositar una gorrita ciclista, tan en desuso ahora.

A tres kilómetros de la cima del Ventoux murió el 13 de julio de 1967, hace ahora 50 años, Tom Simpson. Y allí se levanta el monumento en su recuerdo. Era también un jueves, un jueves de fuerte calor, tan intenso que Simpson creyó que sufría una insolación cuando llamó por primera vez al médico de la prueba, Pierre Dumas, al inicio de la subida. A tres kilómetros se apeó de la bici. Descansó unos instantes. Probó de volver a pedalear, sin éxito. A la tercera ocasión cayó al suelo y ya no se volvió a levantar. Un espectador comenzó a practicarle el boca a boca. El doctor Dumas llegó después. No encontró pulso, siguió con la reanimación mientras el conductor de su coche llamaba al helicóptero. Allí el médico policial, doctor Macorig, siguió con el masaje cardiaco sin éxito. Ingresó ya cadáver en el hospital de Aviñón.

MÁRTIR DEL CICLISMO

Simpson quedó como un mártir del ciclismo, de su épica, del esfuerzo, la imagen del deportista que resiste hasta morir. El 18 de julio de 1967 fue enterrado en Harworth, Inglaterra. 500.000 personas fueron al funeral. Era un héroe, un ídolo al que le encontraron en los bolsillos del maillot un frasco semivacío de pastillas. Onidrina, según la denominación de la época. La autopsia reveló que una sobredosis de anfetaminas causó la muerte. Desgraciadamente, se podría decir que con Simpson comenzó todo, la realidad más negra de un maravilloso deporte.

Las anfetaminas fueron hasta la extensión de los controles antidopaje el arma secreta de buena parte de los deportistas -no solo de los ciclistas-, que supieron de sus poderes, los que quitaban el miedo a los soldados estadounidenses que desembarcaron en el infierno de Normandía en 1944. De la segunda guerra mundial al mundo del deporte.

En 1966, un año antes de la muerte de Simpson, el Tour decidió practicar el primer control antidopaje. Fue el 29 de junio. Lo pasaron 12 ciclistas y hubo 6 positivos por anfetaminas. Y, lo mejor, una huelga de bicis caídas, que duró tres minutos, como protesta por los análisis. Los líderes de la revuelta fueron Jacques Anquetil y Raymond Poulidor. Consiguieron que no se llenara ninguna probeta más con orina hasta 1968, cuando los controles antidopaje se instauraron oficialmente en el Tour. La protesta contó con el apoyo del presidente y general Charles de Gaulle. «¿Dopaje? ¿Cómo pueden hacer esas pruebas a un hombre como Anquetil, que ha hecho sonar La Marsellesa en el extranjero?».

El 31 de mayo de 1969, cuando aún no se habían cumplido dos años de la muerte de Simpson, le comunicaron a Eddy Merckx, en plena competición, que había dado positivo por anfetaminas y que debía abandonar el Giro. El equipo Faema adujo un sabotaje contra Merckx. Y coló. Hasta el rey Balduino recibió al corredor a su llegada a Bruselas. Simpson murió hace 50 años, pero el ciclismo tardó décadas en escarmentar. Hasta se tuvo que ver a un ganador -siete veces nada menos- ser tachado de la historia del Tour, Lance Armstrong, cuyo nombre ha pasado a ser maldito si se pronuncia en cualquier lugar de Francia.