Pocas cosas en la vida regeneran la ilusión a la velocidad a la que lo hace el fútbol. En semanas, la depresión se transforma en optimismo y la esperanza sepulta casi cualquier desengaño. Racional o irracional, así es el ADN de este deporte. El Real Zaragoza es un caso paradigmático. En el último quinquenio todo han sido malas noticias deportivas, pero cada verano renace la ilusión por muy duro que haya sido el último golpe. Es natural y esta vez a ello han contribuido la celeridad de Lalo en la confección de la plantilla, la capacidad de seducción que los nombres desconocidos tienen en el gran público por ese halo intrigante que acompaña a su futuro rendimiento y la victoria en algunas partidas de póquer, especialmente Borja y Febas.

El suflé de la ilusión ha vuelto a subir rápido, como también lo hizo la temporada pasada con la llegada de Cani y Zapater tras el bochorno de Palamós. O como creció todavía más cuando Samaras fue bienvenido como Mister Marshall. La ilusión es imprescindible para construir cualquier buen futuro, pero es obligado ser prudente con ella y confrontarla con la realidad antes de darle rienda suelta.