Eduardo Viñuales se conoce el Pirineo palmo a palmo. Hace pocas fechas publicó su último libro, titulado Los tesoros naturales del Pirineo aragonés, de la editorial SUA. En este volumen selecciona medio centenar de rincones que le han dejado rastro en su memoria por su belleza. Entre todas estas joyas hay tres lagos. Son Estanés, Plan y Cregüeña.

Los tres tienen su personalidad propia. Estanés se encuentra enclavado en un tapiz herboso a la sombra del Biasurín, mientras que el Ibón de Plan recuerda a un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo es muy diferente en el ibón de Cregüeña. Se enclava entre un mar de grandes bloques de granito, en un paisaje frío e inhóspito, en el corazón del macizo del Aneto-Maladeta, el techo de la cadena con sus 3.404 metros.

Todo en él son superlativos. Es el lago glaciar no represado más alto y más grande de toda la cadena piraniaca. Se encuentra a 2.635 metros de altitud, en el cabecera del muy pendiente barranco de Cregüeña y sus dimensiones son espectaculares. Tiene 1.500 metros de longitud y hasta 500 de anchura, llegando a alcanzar una profundidad máxima de 96,9 metros. Otra singularidad es su forma. «No es redonda o elipsoidal, sino que tiene forma de L, como si esto fueran dos valles superpuestos perpendicularmente», explica en su libro Viñuales.

En la soledad de este inmenso desierto de piedras blancas y grises el lago destaca por su color azul oscuro. «Sus aguas son tan profundas que no albergan apenas vida acuática, excepto alguna rana bermeja y, especialmente, las algas o el filoplacton que contienen en suspensión, y que son las comunidades vegetales microscópicas que le otorgan ese color azul marino, casi negro», dice el montañero.

Aguas heladas

La mayor parte del año el ibón permanece helado en superficie, mientras que la nieve alrededor del lago no se retira hasta casi entrado el mes de agosto. «Es entonces, con el deshielo, cuando florecen rápidamente en sus orillas grupos de armerias, prímulas, gencianas, liteumas... y alguna que otra mata de redodendro. Un poco más abajo, en los bosques de pino negro que cubren las laderas del barranco, también crecen abedules, serbales, mostajos, arándanos...», explica. Es una de las excursiones clásicas del valle de Benasque. Pero no es accesible para los iniciados al montañismo debido a la dureza de la ascensión. Es indicado para un senderista entrenado. Se sube por un angosto barranco por el que hay que ascender un desnivel de 1.300 metros. El sendero es evidente y también esta marcado por mojones. El esfuerzo se prolonga a lo largo de algo más de casi cuatro horas y el regreso también hay que hacerlo por el mismo sitio, aunque se puede realizar una larga excursión circular por los valles de Villivierna y Cregüeña de una jornada de duración.

El recorrido parte del puente de Cregüeña, en la pista de la margen orográfica izquierda del río Ésera, a medio camino entre el Plan de Senarta. «La senda arranca confundida entre el bosque, señalada con mojones, remontando desde el primer momento el fuerte desnivel que se mantendrá constante casi hasta el final. A medio camino parece que hay un respiro: es la zona de la Pleta de Cregüeña, donde el bosque da paso a los pastos de altitud», dice Viñuales. Pero desde aquí quedan aún unos 500 metros más de fuerte subida, entre bloques y morrenas. Queda poco para llegar al desagüe natural del ibón, la meta deseada.

Viñuales recomienda una experiencia que puede ser muy sugestiva para los excursionista. «Allí arriba hay algunas losas de granito tan inmensas que debajo de ellas se han hecho vivacs. Yo he posado la noche debajo de una de esas rocas que forma una caseta natural cubierta del tiempo y la lluvia. Es una experiencia muy bonita de vivir en ese ambiente salvaje de la montaña. Se siente el silencio y se ven las estrellas», explica el pirineista.