El ciclista que preside la cima del Tourmalet --una estatua metálica de tres metros de altura-- vio pasar ayer con desdén a los corredores del Tour. Bajo su territorio sagrado se formó un cortejo que ascendió en la más absoluta armonía el camino más referenciado de la mitología ciclista. Ciertamente se subió a un ritmo sostenido, pero fue un ritmo homologado por los registradores cardíacos y de mil variables más de los treinta primeros clasificados de la general. Después de veinte días de carrera todos se conocen bien, todos se temen y todos tienen la orden, por ese nefasto pinganillo, de pedalear sin deuda de oxígeno. Es el ciclismo de hoy. Un ciclismo constreñido por la publicación al instante de las variaciones fisiológicas del corredor,que la telemetría se ocupa de llevar al instante a su ordenador delmanillar y al coche de su director. Ese ciclismo de laboratorio impide el hundimiento del corredor pero también la gesta extraordinaria. El ciclista que guarda la cima del Tourmalet nunca supo ni quiso saber de esas modernidades. Por eso, cada vez que un cicloturista se amarra a sus robustos gemelos para hacerse una foto-recuerdo de su agonística ascensión, se siente importante y poderoso. Ayer se mostró indiferente al paso del Tour.