El Real Zaragoza vive un momento deportivo feliz. Ha pasado ya el tiempo suficiente para haber constatado de manera fehaciente que la plantilla está construida con un tino estupendo, que el equipo ha ensamblado en pocas semanas, que está bien entrenado, que sabe a qué juega y cómo jugar a lo que juega, que la dinámica es ganadora y las perspectivas, esperanzadoras. El escenario es idílico si echamos la vista atrás solo tres meses, cuando estaba incluso en riesgo verdadero la supervivencia de la SAD. Y, efectivamente, mirado así, lo es. Las victorias, norma universal, ocultan todos los problemas en el fútbol. El Real Zaragoza no es excepción a la regla.

Parece una perogrullada, porque en realidad cualquier técnico de cualquier equipo está sujeto a la ley implacable de los resultados, pero la exposición de Víctor Muñoz a ese principio inquebrantable es máxima. El entrenador está haciendo un trabajo notable (ha conseguido hacer que su equipo sea muy competitivo en muy poco tiempo y lo ha convertido en un aspirante con argumentos), pero no ha encajado con la idiosincrasia del proyecto, sus exigencias, con sus códigos y con su forma de trabajar, incompatible con la anterior y con otros requerimientos. La tabla rasa de la nueva propiedad con el pasado es absoluta.

El de Muñoz es el caso opuesto al de Martín González, que ha caído de pie y se ha adaptado con naturalidad y sin tiranteces a la estructura. Víctor y Ángel son dos personas diferentes, con comportamientos profesionales distintos. Con el director deportivo, el Zaragoza vive un idilio amoroso. Con el entrenador, la situación es casi antagónica. Hasta hoy las disputas, las discrepancias y las tensiones se pueden contar por decenas. Hay de fondo un caldo de cultivo problemático que los triunfos han sepultado. La única escapatoria de Muñoz es ganar y ganar. Y no es ninguna perogrullada.