Vino Carlos por la redacción de EL PERIÓDICO para denunciar su caso. Con la nariz partida, el parte médico y, pese a que ya habían transcurrido poco menos de 24 horas, un poso de lógico nerviosismo en sus ojos. Una manada de violentos y sucios ultras, presuntamente de El Avispero según reconocieron los propios agresores como presentación a la posterior paliza, le atacaron a él y a un par de amigos porque pensaban que eran del Ligallo. En la plaza San Francisco, en el corazón de la ciudad, se supone que de la civilización, estos salvajes se transformaron en un hélice de puñetazos que destrozaron un taquibe nasal como podrían haber triturado un bazo, un riñón... La vida de un transeunte cualquiera.

"Son de izquierdas", me dice un amigo, como si hubiera que diferenciar la ideología de esta fauna de fascistas de incultura emocional con un único color en sus venas: el de la sangre ajena. Todos los grupos de esta calaña son unos cobardes, unos mierdas que dicen vivir por y para el club de sus amores y por el camino de la pasión reparten hostias a diestro y siniestro a aficionados de mismo equipo. El fútbol, del que se alimentan con hipócrita afiliación sentimental, y las fuerzas de seguridad tienen aún mucho trabajo por delante para exterminarlos del deporte. El control minucioso de sus actividades, de sus movimientos y, por su puesto, la prohibición tajante a que se aproximen lo mínimo a un estadio.

Esta historia tiene toda la pinta de acabar en la papelera administrativa. En un incidente aislado pese a mediar una denuncia policial. Carlos es socio del Real Zaragoza, pero sobre todo es un ser humano valiente que, después de que se la partieran, ha dado la cara para denunciar públicamente ese ataque a su persona. Como él, hay que vencer al miedo para combatir el terror, para destruir a estos terroristas de pacotilla con licencia para partir una nariz o para matar.