Pasado un tercio del campeonato en Segunda División, el Real Zaragoza está sumergido en una situación que no entraba dentro de ninguna hoja de ruta. Una tesitura compleja por la dinámica negativa que está protagonizando el conjunto aragonés. Aquel juego alegre, combinativo y dinámico se ha fundido en blanco y negro, dando paso a un equipo obtuso, predecible y que concede excesivas oportunidades al oponente. Natxo González fue artífice de buenos momentos, consiguió hacer que el Real Zaragoza tuviera un estilo propio, una identidad reconocible sobre el terreno de juego. Esa práxis futbolística que le permitía opositar con mayor claridad al triunfo. El propio Natxo debe de ser capaz de darle la vuelta a su obra, revertir una situación negativa que se agrava con el paso de las jornadas. Lo que busca es una vuelta a los orígenes.

Natxo González hizo gran hincapié en el proceso. Durante varios meses matizó que todos los jugadores estaban sometidos a un procedimiento que debían de seguir para asimilar los complejos sistemas que propone en su método. Ese ideal de juego pareció haber florecido, daba la impresión de que el equipo tenía alma, una esencia propia. Se veía jugar al Real Zaragoza, y se reconocía al equipo. El momento más álgido de esa trayectoria se presenció en el Carlos Tartiere, donde la exhibición táctica de la escuadra zaragozana en la segunda mitad no le fue suficiente para sacar los tres puntos. Ante el Numancia, Osasuna y los partidos de Copa ante Granada y Lugo invitaban al optimismo, pese a que la puntuación hiciera chirriar los dientes. Esa nube de algodón terminó por difuminarse, la esencia que caracterizaba a los aragoneses fue evaporándose y los malos resultados fueron aporreando la imagen de la plantilla. La última derrota ante el Almería no fue un golpe, fue todo un torpedo directo al corazón del proyecto. Por la imagen, la falta de actitud y que no quedaba ni una migaja del ideal del técnico vasco.

Es por ello que Natxo medita retomar los parámetros que le sirvieron para insuflar optimismo a todo el entorno zaragocista, y más después de todas las variaciones que ha ido realizando en los tres últimos encuentros. Aunque no será una tarea sencilla. El Real Zaragoza no es el mismo, parece que todo ese trabajo diario, esa creencia en el juego, haya sido eliminada. Como si alguien hubiera pulsado un botón y no quedase ningún atisbo de aquello que hubo. Es poco probable que el equipo pueda retomar a corto plazo su personalidad, por ello es esencial colocar las piezas correctas que permitan allanar el ansiado camino hacia triunfo.

Lalo Arantegui dijo el martes en rueda de prensa que hay que dejar crecer al equipo. Pero para ello no queda otra salida que recuperar las credenciales que ofreció la plantilla, ya que con el planteamiento actual es muy complicado poder hilar puntos de forma continuada. En aquellos encuentros donde el Real Zaragoza desprendía su esencia de fútbol combinativo irradiaban con fuerza dos figuras. La primera de ellas fue Íñigo Eguaras, el principal cerebro del equipo. Un jugador idóneo para filtrar pases que rompan líneas, que agitan al oponente. Una pieza que fomenta el juego de asociación, activa el fútbol del equipo y a sus oponentes. Natxo tiene la labor de afinar la puesta en escena del centrocampista navarro, su capacidad de asociación es vital para el funcionamiento del equipo y para perforar las líneas enemigas. Esa misma función la realiza Febas, pero desde otra perspectiva. El ilerdense destaca por su conducción, tiene talento para desbordar y dar profundidad, un aspecto de gran valor en Segunda. Aunque sus últimas actuaciones están pasando desapercibidas, son piezas esenciales. Los mejores momentos del Zaragoza han coincidido con la buena labor de ambos. El fútbol es un deporte coral, donde el colectivo forja la identidad. Pero es a través de estos jugadores tan específicos, volviendo a los orígenes, por donde Natxo espera una mejoría.