La A-23 ha tenido un efecto desigual en el territorio que atraviesa entre Zaragoza y Teruel, separadas por 170 kilómetros. Para unos municipios ha sido buena, para otros mala y para algunos, ambas cosas. Si la capital aragonesa ha reforzado su papel de eje central entre el Cantábrico y el Mediterráneo, en el caso de la ciudad de Teruel, la nueva infraestructura ha ayudado a la expansión industrial y turística.

Pero las poblaciones que han quedado al margen de la vía han tenido que adaptarse, en mayor o menor medida a una drástica disminución del tráfico de viajeros y mercancías que canalizaban la N-330 y la N-234. Daroca, en particular, ha retrocedido, al tiempo que Cariñena lucha para no acabar totalmente succionada por Zaragoza. Y Calamocha, tras varios años grises, vuelve a recuperar su papel de centro de servicios.

«La A-23 ha sido fundamental desde el primer momento para la implantación de empresas y para el desarrollo del turismo procedente de Zaragoza», subraya Emma Buj, alcaldesa de Teruel, que hace un balance «extraordinariamente positivo» de la autovía en sus 10 años de existencia.

«Antes apenas había turismo zaragozano en Teruel y ahora se ha colocado en segunda posición, por detrás del procedente de la Comunidad Valenciana», explica la regidora. Buj destaca que la A-23 no solo ha reducido la duración del viaje entre su ciudad y Zaragoza. Además, apunta, «ha incrementado notablemente la seguridad y la comodidad».

DESPOBLACIÓN

Sergio Ortiz, alcalde de Cariñena, reconoce que la autovía de Zaragoza a Teruel ha sido «positiva», pero cree que contribuye a despoblar las zonas que atraviesa. Y, a modo de ejemplo, cita su propia ciudad, que entre el 2008 y el 2018, es decir, durante el tiempo que lleva abierta la autovía, «ha perdido 400 habitantes».

«Ha sido buena, pues nos acerca a Zaragoza y se gana en seguridad», afirma. La contrapartida es que facilita tanto el desplazamiento, que prácticamente ningún trabajador del próspero polígono industrial de Cariñena se queda a vivir en la capital del vino, por más servicios que esta pueda ofrecerles. «Todos los que vienen de Zaragoza vuelven a casa cada día, y así no hay manera de fijar población», lamenta Ortiz.

Con todo, la A-23 ha convertido Cariñena, con 3.300 vecinos, en un atractivo polo de actividad y se están instalando nuevas empresas, al tiempo que otras, como Yudigar, adquiere 26.000 metros cuadrados suplementarios.

Más al sur, en Daroca, el panorama que pinta su alcalde, Manuel García Cortés, es negro. La autovía, que pasa a unos 13 kilómetros al este de la localidad, «ha supuesto la pérdida de 30 puestos de trabajo en los negocios situados en la travesía de la N-234», señala. «Hubo establecimientos que se vieron forzados a cerrar al perder la clientela, y otros redujeron tanto su horario como su personal», se duele el responsable municipal.

PLATAFORMA LOGÍSTICA

Daroca, subraya, luchó para que la autovía pasara lo más cerca posible del casco urbano. Pero aquella fue una batalla perdida. La villa medieval recibió vagas promesas de que, a cambio, se construiría otra vía de cuatro carriles hasta Calatayud, aunque al final «ni la DGA ni el Gobierno central han hecho nada», según el regidor.

La autovía roza Calamocha. Quizá por eso su impacto no haya sido tan negativo, pese a que al principio, según su alcalde, Manuel Rando, «se perdieron más de cien puestos de trabajo».

Con el paso del tiempo, apunta, la localidad se está consolidando como plataforma logística entre Valencia y Zaragoza. Así consigue atraer nuevas empresas e incentiva la ampliación de las existentes. «Los comienzos fueron difíciles, pero ahora la A-23 es fundamental para nuestro futuro», resume el primer edil.