La educación no ha podido quedar al margen de la crisis, pasando a convertirse en una de sus víctimas. La enseñanza no se contempla como algo prioritario sino que se traslada a un segundo plano; el Gobierno parece contemplar la educación como un gasto superfluo, fácilmente prescindible, similar a la supresión de un capricho familiar en el reajuste de la economía doméstica. Deja de ser considerada una inversión de futuro para convertirse en un gasto que los gobiernos pretenden externalizar. De hecho, tras estas actuaciones subyace un mal disimulado afán por impulsar el mercantilismo en la educación.

Nuestro sistema educativo no solo no recibe ningún impulso sino que ha dado un paso atrás; se deterioran las infraestructuras, aumenta el horario lectivo de los profesores, empeoran las condiciones laborales y disminuyen las retribuciones. O sea, crecen las obligaciones de los trabajadores de la enseñanza mientras que lo único que decrece es su poder adquisitivo. Todo esto, dejando a un lado el interés velado que existe por favorecer un tipo de enseñanza que olvida la importancia de la educación en valores, que defienda la igualdad y la equidad.

Hace tiempo que la función pública y el sindicalismo son víctimas de un discurso negativo y manipulador. La función pública, porque se considera que goza de privilegios, y el sindicalismo, porque es un contrincante molesto cuando se trata de socavar los derechos de los trabajadores. Por eso, para el Gobierno es importante minar la imagen de ambos para justificar sus acciones.

Los salarios de los profesores han descendido de media, desde el 2010, un 5%, con una pérdida de poder adquisitivo de más de un 13%. La rebaja presupuestaria soportada por las comunidades durante dos cursos supone una disminución de 2.479 millones de euros, un 3,22% menos. Aun así, los ajustes no son homogéneos, ya que mientras Canarias, Extremadura y Andalucía aumentan sus partidas, en Cataluña, Murcia y Navarra disminuyen.

Sin embargo, en Madrid, Valencia, Castilla-La Mancha y Cataluña están padeciendo la aplicación de unas políticas educativas muy similares, en todas ellas se sigue una línea de actuación que mucho nos tememos, se pretende implantar, en todo el país. Por ejemplificar: en todas esas comunidades aumenta la carga lectiva en dos horas; si esto se extendiese al resto, el próximo curso sobrarían 22.942 docentes.

Este incremento del horario del profesorado repercute negativamente sobre el empleo pero también es muy perjudicial para los centros, sobre todo en lo concerniente a programas dirigidos a alumnos con dificultades. Y también se contempla la reducción de las retribuciones en el complemento de formación y en la incapacidad temporal.

Las familias no saldrán mejor paradas de la rebaja, que se hace patente en las becas de comedor en Valencia, en la disminución de las ayudas familiares para la adquisición de libros de texto, transporte y comedor en Murcia y en la reducción de rutas escolares en Castilla-La Mancha.

Con la perspectiva de una reforma laboral que abarata los despidos y deja a los trabajadores a merced de los empresarios en flexibilización y organización laboral, los sindicatos solo podemos ofrecer una respuesta contundente para paliar, en el trámite parlamentario, alguna de sus consecuencias. Sin embargo, soy consciente de la dificultad de poner en marcha una huelga general, sobre todo en el sector educativo, pese al rechazo generalizado. Podemos deducir que muchos trabajadores temen secundar la huelga por miedo a perder el empleo o por la merma de retribuciones. Por eso, hay que ser capaces de trasladar el apoyo multitudinario que el movimiento sindical está recibiendo, en todas las manifestaciones ya celebradas, a la convocatoria de huelga general; solo con un seguimiento masivo de la jornada de paro, el Gobierno podría replantearse sus intenciones. Si no, la ciudadanía solo puede esperar más restricciones, más paro y mayor pérdida de derechos y prestaciones.

Una respuesta rotunda de empleados públicos y trabajadores en general, secundando la huelga haría que el Gobierno se replantease sus políticas económicas y repartiese más equitativamente el peso de la crisis, buscando los ingresos necesarios para equilibrar los presupuestos a través de una reforma fiscal progresiva, de un mayor control sobre las entidades financieras y a través de la imposición de medidas que permitan que aflore la economía sumergida existente.