Una empresa tiene que negociar medidas duras con los trabajadores. Aumenta los gastos y reduce el beneficio. O tiene que pedir un préstamo. Debe inflar un poco los resultados. Tiene a su alcance cientos de posibilidades de maquillar las cuentas. Y dentro de la legalidad. Aunque también puede hacerlo fuera de ella.

Oriol Amat, autor de Empresas que mienten (Profit Editorial), lo conoce al detalle. El exconsejero de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y catedrático de Economía Financiera y Contabilidad avisa de que «casi la mitad de los fraudes contables se destapan por chivatazos», de empleados, clientes y otras personas y una cuarta parte, por casualidad. Apenas entre el 5% y el 15% proceden de las auditorías.

El problema es que «la norma es muy flexible». Un ejemplo: los recursos destinados a investigación y desarrollo se pueden contabilizar como gasto (rebaja los beneficios) o como inversión. El uso que puede hacerse de los mismos es muy distinto si se quiere pedir una subvención o vender la empresa (dar imagen de más beneficios).

Amat advierte de algunas señales de alerta. Una es el cambio de criterio, saltándose el principio contable de uniformidad. Se puede hacer, no es ilegal, pero hay que incluirlo en las notas de la memoria, que apenas nadie lee, avisa el autor. Alrededor del 30% de las empresas lo hacen.

Lo cierto, añade, «es que la contabilidad no es una ciencia exacta porque no se quiere que lo sea». Por eso apunta propuestas, como sanciones más duras, justicia más rápida y mayores mecanismos de control, para que «dos más dos sean lo más próximo a cuatro posible».

El plan contable de 1973 daba poco margen para el maquillaje, mientras que el del 2007 abrió la mano, en línea con otros países. La propia legalidad ofrece «más de un centenar de operaciones con muchas posibilidades de engañar». La manida «imagen fiel» de las cuentas se queda en una intención.

En su libro, avisa también de los maquillajes ilegales y los indicios. Uno es contar con profusión de filiales y estructuras societarias en paraísos fiscales como islas Cayman; otros son las retribuciones astronómicas de los directivos y la falta de canales de denuncia anónimos.

También analiza el triángulo del fraude. En un vértice está la motivación. Puede ser, por ejemplo, obtener un crédito. Otro es la oportunidad. La falta de canales de denuncia, de auditorías o de controles lo facilitan. El tercero es la racionalización o autojustificación. Amat convierte este triángulo en cuadrilátero, en el que incluye el perfil del defraudador, con su capacidad, arrogancia o intencionalidad.