Curtido como médico y cooperante en los barrios más pobres de Perú o Haití, la elección de Jim Yong Kim hace cuatro años fue muy bien recibida. Por primera vez, un hombre ajeno al mundo de las finanzas y la política iba a dirigir el banco que hizo estragos en los noventa con sus ajustes estructurales. Kim se propuso devolverle el alma y emprendió la mayor reforma de la institución en dos décadas para hacerla más eficiente ante la pujanza de otros bancos de desarrollo. Agrupó a los trabajadores por áreas de especialización, en lugar de por regiones, y se propuso recortar el gasto en 400 millones de dólares.

Pero la reforma se está haciendo eterna y ha sido criticada tanto desde dentro como fuera del banco. «Solo uno de cada tres (empleados) entienden hacia dónde nos está llevando el liderazgo», denunció el mes pasado la asociación de empleados del banco basándose en las encuestas internas. El ajuste ha comportado 500 despidos y hay quejas de que se ha reemplazado a gente experimentada con novatos. Al mismo tiempo salió a la luz que se estaban pagando generosas gratificaciones a los directivos. Y también se acusa al liderazgo de opacidad y escasa tolerancia a la disensión.

Al desconcierto de la plantilla también ha contribuido la decisión de Kim de dedicar recursos a cuestiones ajenas a la organización, como la lucha contra el ébola. Al mismo tiempo, se ha avanzado poco en la protección de los derechos humanos. Un informe de la ONU indicó el año pasado que el Banco Mundial trata los derechos humanos más como una enfermedad infecciosa que como valores universales.