La música y la letra de los presupuestos generales del Estado ha sido compuesta por instituciones diferentes. La primera, por la Comisión Europea; la segunda, por el Gobierno español. La melodía se parece a la de las canciones de los años 80, siendo triste y desoladora. La letra es por momentos pegadiza; en otros, irritante.

La música tiene el sonido de los 80 porque los presupuestos están inspirados en un principio básico de la época: en los recortes está la virtud. Es el requisito que hemos de cumplir para continuar en la zona euro. En un contexto de falta de demanda de bienes, escasez de crédito y elevado endeudamiento de familias y empresas, un presupuesto público restrictivo nos asegura a final de año un producto interior bruto inferior al del principio. Desgraciadamente, Europa nos enseña el camino equivocado. En lugar de guiarnos hacia la salida de la crisis, nos dirige al precipicio.

La pegadiza letra hace referencia a dos principales temas: los recortes ministeriales (un promedio del 16,9%) y la reducción de las desgravaciones a las grandes empresas (generadora de un aumento de ingresos de 5.350 millones). Aparentemente, los ajustes afectan mucho más a la grasa que al hueso y al nervio. Por otra parte, me parece un acierto que el tipo impositivo verdadero de grandes empresas (las menos afectadas por la crisis) se equipare más al de las pymes.

De la canción me irrita la referencia a la amnistía fiscal. Los presupuestos estimulan la generación futura de dinero negro. Creo escasamente edificante que un ciudadano ejemplar llegue a tributar en Cataluña en concepto de IRPF hasta un 56% y, en cambio, un tramposo solo pague el 10% por las rentas o plusvalías no declaradas. Hubiera preferido que los 2.500 millones de recaudación extra vinieran de un aumento del IVA que de la aparición de capitales ocultos al fisco.

Estamos ante unos presupuestos que contraerán la economía. Una parte de ellos está bien trabajada, y otra es sorprendente. Me parece increíble que a través de ellos el Gobierno, implícitamente, exclame: ¡viva el fraude!