Jacques Delors lo acaba de decir: el euro estaba condenado desde el principio. Lo sabe bien porque es uno de los padres de la moneda única, pero si a alguien hay que echarle las culpas no es a quien presidió la Comisión Europea entre los años 1985 y 1995, los mejores años de la Unión Europea.

El informe (1989) que lleva su nombre y que abría el camino a la creación de la moneda única ya lo decía: los estados miembros deben transferir poder a la Comunidad porque la unión económica y la monetaria "forma parte integrante de un conjunto, y deben por tanto realizarse en paralelo".

Esta necesaria cesión de poderes no se hizo por "una combinación de la terquedad de la idea germánica de control monetario y la falta de una visión clara por parte de los otros países", asegura Delors en el diario británico The Daily Telegraph.

Este es el problema. Se hizo una unión monetaria, pero no se hizo una unión económica y no porque no se insistiera en ello. El propio Delors o Tommaso Padoa-Schioppa, otro de los padres del euro, no se cansaron de insistir en que la unión monetaria necesitaba coordinarse estrechamente con las políticas económicas de los estados, tanto la fiscal como la del mercado de trabajo.

Las diferencia que hay sobre los mismos impuestos en los distintos países miembros puede ir desde el 10% (Bulgaria) al 60% (Suecia) cuando se trata del IRPF, o del 12,5% (Irlanda) al 34% (Francia) si hablamos del impuesto de sociedades. Así, no debe extrañar lo que está ocurriendo. Pero la unión económica y fiscal implica entre otras cesiones, un mayor control de Bruselas sobre los presupuestos nacionales y nadie quiere ceder esta parcela de poder.

El filósofo alemán Jürgen Habermas, que ha denunciado repetidamente los "defectos de construcción" de la unión monetaria, pone el dedo en la llaga: "Hace tiempo que nuestros políticos son incapaces de aspirar a algo más que a ser reelegidos. No tienen en absoluto fundamento político ni ninguna convicción".

CINISMO DE LOS POLÍTICOS Habermas da en el clavo cuando condena el cinismo de los políticos europeos y lamenta que se hayan alejado de los ideales europeos. Esta apreciación vale para todos y muy en particular para Angela Merkel y Nicolas Sarkozy que han establecido durante la crisis lo que el filósofo califica de "post-democracia".

El eje formado por Alemania y Francia ha sido siempre el motor de la Unión Europea. En realidad, la Europa de los Veintisiete es fruto de aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero nacida en el año 1950 de las cenizas de la segunda guerra mundial para evitar precisamente un nuevo enfrentamiento bélico que sumar a las guerras franco-prusianas del XIX y a la primera y segunda guerras mundiales.

Con Valery Giscard d'Estaing, François Mitterrand y Jacques Chirac, de una parte, y Helmut Schmidt y Helmut Kohl de la otra, el eje franco-alemán impulsó la construcción de Europa, en ocasiones con gran generosidad.

UN EJE OXIDADO Hoy asistimos a una cortedad de miras de una cancillera falta de iniciativa y de liderazgo que ha vivido uno de los años más cruciales para la Unión Europea pendiente de una cadena de elecciones regionales, y de un presidente en un largo, y de momento poco favorecedor, proceso preelectoral.

La crisis del euro no es sin embargo la única crisis de la Unión Europea. Es un elemento, aunque el de mayores consecuencias, de una década de declive. Como pone de manifiesto José Ignacio Torreblanca, el poder europeo se ha fragmentado y la actitud de Europa en la guerra de Kosovo lo evidenció. Después vendría la división, fruto de la guerra de Irak, entre la vieja y la nueva Europa y algo más tarde la fatiga causada por la ampliación y el paso del optimismo --que había sido consustancial al proyecto europeo--, al pesimismo, al desinterés y a la aparición de pulsiones xenófobas.

El informe sobre el futuro de Europa (2010) elaborado por un grupo de sabios bajo la dirección de Felipe González, enumera una serie de problemas, no todos originados en el seno de la UE, que socavan su esencia. Cita, entre otros, el envejecimiento demográfico que afecta a la competitividad y al estado del bienestar, la competencia a la baja de costes y salarios, la amenaza del cambio climático, la dependencia de unas importaciones de energía cada vez más cara y el desplazamiento hacia Asia de la producción y el ahorro.

Nunca como ahora el proyecto europeo está tan debilitado. Habermas, se pregunta, en caso de fracaso cuánto se tardará en volver al statu quo y recuerda la Revolución alemana de 1848: "Cuando fracasó, tardamos 100 años en volver a lograr el mismo nivel de democracia de antes". ¡Y a qué precio!