Estar a 120 kilómetros de masacrar una ciudad. Y estar orgullo de ello. Parados por el ejército enemigo. Nuestra base indefensa. Un grupo escapaba a fin de salvarse, o al menos intentarlo.

Estábamos cerca de realizar el acto que desequilibraría la balanza entre la Triple Alianza y la Triple Entente, donde un paso en falso desencadenaría un efecto mariposa.

Francia, ese país que quería más los minerales que la tierra en sí, enfrentada a nosotros, los alemanes, por el control de nuestras tierras. Conquistar este país nos daría la victoria definitiva.

Como os comentaba, avanzábamos hacia París con idea de tomar la ciudad. Pero no contábamos con ellos, ya habían movido la balanza hacia su favor, ya que la potencia estadounidense se había aliado con nuestro enemigo. Total, que no pudimos contra un millón de soldados y una gran poder armamentístico no previstos.

Unos pocos más y yo pudimos escondernos. Volvimos a nuestra tierra, tomada por la Entente. En ese viaje no dejaba de ver cadáveres de soldados muertos de Alemania y Francia. La sangre me pudo. Las armas arrojadas nos servirían en caso de alguna ofensiva no prevista.

Volver a Alemania no fue lo mismo: el país derrotado sufriría todas las consecuencias de la guerra y acabaríamos siendo considerados los únicos culpables, junto con lo que entoces se conocía como el Imperio Astrohúngaro y el Imperio Otomano.

Cuento esto porque siempre me preguntan por qué nada me da miedo, por qué cuándo murió mi mujer yo seguía igual mientras el resto de mi familia sollozaba. Es sencillo: ya he visto todo lo que se puede ver, así que nada me puede sorprender.

Yo mismo me cargué a un par de franceses en esa guerra. Me pregunto si esos franceses la querían. Cuando huía rumbo hacía Alemania sufrí el terror de toda mi vida. Es como si hubiera consumido todo el sufrimiento de toda mi existencia en un solo día y sin recibir ni una sola bala. Así es, pues no tengo una sola marca en el cuerpo de la guerra. Al llegar a casa, ni siquiera sufrí por la muerte de mi hermano.