Hoy he vuelto a ver desde mi ventana a la vecina del bloque de enfrente. Como cada noche, ella repetía de forma monótona la misma tarea de siempre. Allí estaba, con sus dos hijos pequeños dándoles de cenar.

Es una buena madre, siempre tiene una sonrisa y una caricia dulce y acertada para ellos. Me gusta verla acariciarles el pelo, contarles cosas que por sus caritas deben ser muy divertidas.

Luego, a las 9 de la noche como puntual reloj, les retira los platos de la mesa y les manda a lavarse los dientes.

Todo sería una escena típica familiar, de una casa normal, si no fuese porque después se convierte en un infierno para ella.

¡Qué distinto todo! Ella tan cariñosa y él tan brusco, primitivo en su comportamiento.

Parece un hombre muy metódico, ha de tener todo a punto, todo listo y preparado cuando él llega de trabajar. Se le escuchan discusiones absurdas si llega y no tiene preparada la cena, si lo que ha preparado no es de su gusto. Parece que le hablase a un animal cuando se dirige a ella.

¿Cómo puede alguien tratar de esa forma a la persona que se supone más debería de querer? ¿Cómo puede tratar así a la madre de sus hijos?

Nunca tiene palabras agradables para ella, ha llegado a decirle «sucia niña de papá», «tus padres criaron a la persona más tonta de este mundo, no sirves para nada, no eres ni buena madre», «tus hijos siempre se portan mal, siempre alborotando, si les dieras una buena zurra aprenderían a ser personas».

Odio que le diga esas cosas, no sé cómo puede aguantarlo. Ella calla estoicamente y le dice: «Los niños duermen, no levantes la voz».

Desearía poder cruzar al bloque de enfrente y decirle unas cuantas cosas a ese hombre, a ese ser que es más animal que cualquier otra cosa. ¿Cómo se puede tratar a una persona de esa manera? ¡Jamás lo entenderé!

Recuerdo la primera vez que la vi, una mujer joven, tendría unos 25 años, con el cabello rubio, suave y rizado cayendo sobre sus hombros. Su mirada alegre y jovial, ojos llenos de vida, de un azul intenso que realzaba la belleza de su cara.

Nos conocimos de casualidad, ellos estaban haciendo la mudanza y aparcaron por error en mi plaza de estacionamiento para minusválidos. Cuando ella se dio cuenta, vino enseguida a pedirme disculpas, a justificar que no había visto la placa; yo le dije que no importaba, era normal con todo el follón de la mudanza, no pasaba nada.

Él ni se acercó; me miro con ojos ajenos a lo que había pasado, ignorándome incluso a sabiendas que yo tenía que salir de mi coche y que voy en silla de ruedas.

Cuando me dirigí por fin al bloque de pisos donde vivo, ella se ofreció amablemente a sujetarme la puerta para poder entrar. Fue entonces cuando me dijo que se llamaba Aurora y que ya iríamos viéndonos por el barrio.

Ahora, Aurora ya no es ni la sombra de lo que fue hace seis años. Su mirada es triste, apagada, sin vida. Sólo se ilumina cuando le habla a sus hijos y les cuenta historias para que coman y cenen, para que se acuesten pronto antes de que llegue su padre; antes de que llegue la fiera.

Su apariencia física es la de un hombre de complexión normal, más bien algo fuerte. Trabaja en un servicio de mudanzas y montaje de muebles, de ahí su complexión corpulenta y musculosa. Su mirada es dura, apenas un gesto de amabilidad con su familia; es de los que cree que la disciplina es el mejor camino para enseñar, sin ver que también la comprensión, la escucha, las caricias y el amor forman parte de la educación.

Si hay algo que me molesta de él es que es un auténtico maltratador. Para mí todo es maltrato, físico o psicológico todo es malo. Será difícil decidir qué es peor, pero detesto que mi vecina sea víctima, porque eso es lo que es, una víctima de sus amenazas, del miedo a provocarle, a que un día sea más agresivo y se le escape un golpe, con más probabilidad hacia ella que hacia los niños.

Lo veo en sus ojos cuando la pasea por la calle, no hay vida, no hay ilusión, no hay esperanza; están llenos de miedo, de tristeza. Ha anulado su identidad como persona, su juventud, y ha frustrado sus esperanzas de un matrimonio feliz, de una familia alegre.

Aurora es víctima del acoso de su marido a todo lo que ella hace, de su trato vejatorio. Su maltrato es un maltrato psicológico, de los que no dejan huellas físicas, de los que nadie ve cuando sale a la calle, de los que todos los vecinos de su casa callan por miedo a tener problemas con ese hombre.

¿Y mientras, qué? Mientras, él se sigue creciendo, aumenta su ego, su prepotencia, su creencia de que es un buen padre porque los chiquillos callan cuando él está en casa.

Cuando se encuentra con un vecino finge ser amable, interesarse por sus cosas, ser cordial, preguntar por los hijos de otros, incluso ha llegado a dar consejos de cómo ser un buen padre.

¡Será miserable! No eres marido, no eres padre, solo eres un animal tosco, bruto y amigo del miedo a tus enfados por parte de los demás; amigo de ti mismo, egoísta y patán.

¡Cuántas, pero cuántas veces he deseado que le pongas la mano encima a esta mujer, que se te escape una torta a tus hijos, lo suficientemente fuerte como para hacerla reaccionar, como para que dejes huella y se atreva a denunciarte!

No sé si llegará ese día, no sé si ella aguantará mucho más. Veo que está anulada, que sin trabajo no ve salida para huir de ti.

Cada noche al acostarme pienso en ella, en que mañana sea el día, en que mañana se atreva a enfrentarse a su gigante y a dejar esa miserable casa.

Sería fantástico que ella fuese el ejemplo a seguir para sus hijos, como lo está siendo ahora; ejemplo de buena madre, pero también de una luchadora que no se queda impasible y resignada ante los abusos de ese maltratador, que solo impone su ley a la fuerza (el miedo que lo puede y domina todo).

Quisiera que Aurora trasmitiese a sus niños el espíritu de lucha de una madre que por encima de todo se respeta a sí misma. Que vean que él, la fiera, no pudo con ella, y que no le arrebató lo más importante: su dignidad. Que ella les transmita que nadie puede imponer su ley y acabar con la vida y la esencia de las personas.

Pero hay que ser realista, y la vida sigue, la vida está ahí, su día a día del que todos somos testigos y del que nadie hacemos nada por ayudarle. Me siento indignado, frustrado e impotente. Me avergüenzo de lo que a veces como seres humanos hacemos, que no es otra cosa que «la vista gorda».

Por eso esta noche me voy a costar y me aferraré a mis sueños. Pensaré en poder regalarle una oportunidad en la vida, un trabajo que le ayude a liberarse, una esperanza, a quien es para mí una completa víctima en el silencio, en las paredes de un hogar, enterrada en una vida que le arrebató lo más preciado... su esencia.