Había llegado el día, un 11 de diciembre de 2016, en una plaza oscura solo encendida por los luceros de las caras de los dos protagonistas de esta historia. Esa noche ocurrió lo que Iván llevaba ansiando siete meses desde que comenzó su relación con Lucía, llegar a sus labios y hacer que ambos se fundiesen en uno solo, besándose, haciéndose caricias y sonriendo como cuando tus padres te ven hablar por primera vez. Tras esto parecía que nada volvería a ser difícil, pero eso solo era el principio de un infierno que empezó, sin venir a cuento, un mes después de aquel beso, cuando ella decidió acabar con la relación. De las llamas de la pasión solo quedaba el rescoldo que se reavivó, sí, pero esta vez no con pasión sino con odio, odio que consiguió que Iván viese lo que antes veía como perlas, como ojos de serpiente cuyo único propósito era hundirle. Iván vivía al filo de un abismo del que sólo podía salir unos pocos minutos al día cuando era capaz de dormir. En ese momento de su historia daba igual lo que hiciese y para dónde tirara; estaba muerto. Decidió aguantar la situación aunque se volviese loco y aunque su corazón, que a día de hoy aún se está recomponiendo, quedase despedazado por el dolor de aquella persona que una vez le dijo «Te quiero».