—Madre, no quiero más comida.

—Pues, déjala —contesta ella sin dudar ni un segundo en su respuesta.

Sin decir nada más me levanto de la mesa y me dirijo hacia la puerta de casa. Como de costumbre dejo todos los platos sucios allí, ya que para eso tenemos un sirviente que limpia todo lo que nosotros ensuciamos. Decido salir a la calle un rato para que me dé el aire y pasear hasta algún sitio tranquilo.

Sin saber cómo, acabo llegando a un pequeño río lleno de rocas, me tumbo en el poco césped que hay a su orilla y cierro los ojos.

El molesto ruido de una voz procedente de un niño me distrae. Cuando los abro me encuentro con un chico de más o menos mi edad intentando coger agua del río.

—¿Qué haces? —digo con una mueca de asco.

Su ropa está sucia y rasgada por todas partes, su pelo revuelto y ni siquiera lleva zapatos. Observo atentamente cómo intenta con un pequeño cubo obtener el agua.

—Coger agua, ¿no lo ves?

—¿Y para qué quieres coger el agua de un río?

—Me lo manda mi amo.

—¿Tienes un amo?

Asiente con la cabeza sin quitar la mirada de su oxidado cubo.

—¿Y para qué coges el agua de aquí si la puedes coger de tu casa?

—¿Tú tienes casa? —automáticamente dirige su atención a mí como si le acabaran de descubrir el mundo.

Deja lo que está haciendo y se sienta enfrente de mí con un brillo en sus ojos como estrellas de la noche.

—¿También tienes comida?, ¿y ropa?, ¿y cama?

—Claro, ¿es que acaso tú no?

—No.

—¿Y cómo consigues vivir?

—Trabajo para mi amigo. Soy acarreador de agua, si llevo agua me paga, y si me paga, me puedo comprar ropas y comida.

—¿En serio? ¿Y qué pasa si no te paga?

—Mis anteriores amos no me pagaban, este es el primero que me da dinero —dice como si nada.

¿Cómo puede estar contándome esto tan tranquilo? Si yo tuviera que ponerme a fregar un plato o a coger agua, me moriría.

—Pero... ¡dime! ¿Cómo es tu casa? —continúa hablando con emoción.

—Pues... es muy grande, y tenemos sirvientes que nos hacen todo.

—Y tendrás muchas ropas...

—Sí.

Caigo en la cuenta de que todavía no le he preguntado su nombre.

—¿Cómo te llamas?

—Lázaro González Pérez, pero puedes decirme Lazarillo de Tormes.

—¿Por qué «de Tormes»?

—Porque es donde nací. Es un río como este que se encuentra en Salamanca y se llama Tormes.

—¿Ah sí?

—Sí.

Durante bastante tiempo sigue haciéndome preguntas respecto a mi vida; por alguna razón le fascina escuchar todo lo que yo tengo.

—¿Por qué me preguntas por lo que tengo?

—Porque me gusta.

—¿No te da rabia?

—Para nada, yo ya tengo una vida como acarreador de agua y un amo, que por cierto me estará esperando; seguramente se estará preguntando por qué no ha llegado ya el agua.

Vuelve con su cubo que tras haberlo dejado un buen rato abandonado, termina de llenarlo hasta arriba de manera que el agua se desborda, y se gira para mirarme por última vez.

—¿Te puedo hacer yo a ti una pregunta antes de que te vayas?

—Sí, dime.

—¿Eres feliz, Lázaro?

—Claro, mi amo me paga y me da para comprar comida y ropas, ¿qué más necesito?

Sin decir nada se aleja cargando aquel viejo cubo en una mano.

Cuando llego a mi casa, mi madre me recibe en la puerta.

—Buenas, madre; una pregunta… ¿habéis tirado lo que me dejé en la comida?

—No, creo que sigue en la cocina, ¿por qué?

—¿Puedo comérmelo ahora?