Huyendo del largo invierno, treinta alumnos del Colegio San Vicente de Paúl de Zaragoza y dos profesores vivimos una experiencia inolvidable en el sur de Inglaterra. Desembarcamos en latitudes muy cercanas a Londres, en Portmouth, para encadenar experiencias a través de una refrescante inmersión en la pedagogía Waldorf.

Nos recibieron sus amplias playas colmadas de nieve. Abiertas con franqueza ante el Canal de la Mancha, nos recordaban el ulular del Titanic al zarpar; y también la bravura de unos marineros que dejaron firme testimonio en la Operación Dinamo y el milagro de Dunkerque.

Las frías mañanas del fin de semana fueron dejando paso a tibias tardes que eran avivadas por un sol timorato tras un cielo color mercurio. Bien repartidos; cálidos encuentros en los casi veinte hogares que dispusieron para nuestra acogida.

Con el comienzo de la semana, la meteorología se desperezó dando así pie al transcurso habitual de las clases en el centro. Situado en la localidad de Ringwood, entre varios senderos, se abría paso ante nuestra vista la entrada al complejo educativo. Una auténtica aldea dispuesta en base a los distintos niveles y preceptos de la escuela Waldorf. Nada más poner los pies en el campamento base, nuestros alumnos experimentaron con los principios más fundamentales del aprendizaje significativo. Este acercamiento a la antroposofía les sirvió para avanzar de forma iniciática en la medida e integración de la realidad a través de su propio cuerpo y sus formas.

Las distintas materias, integradas en un proyecto curricular común se fueron desarrollando a lo largo de los dos primeros días. El tercero, nos aguardaba el Museo del Titanic, como el recuerdo de un dinosaurio rescatado del permafrost; la bandera de la White Star, nos ponía la piel de gallina.

La presencia del mayor transatlántico de su época perfumaba cada rincón de la portuaria Southampton. Una ciudad que abierta sobre el mar y encerrada sobre el trasiego de sus muelles marcaba el ecuador de nuestra estancia.

Continuamos aquella semana, aprendiendo; conociendo y dándonos a conocer. No solamente nuestros alumnos: también los dos profesores que con ellos fuimos.

La primavera iba matizando las mañanas: y con su fresco tintineo, se acercaba el final de nuestro trayecto.

Atrás quedaban las vergüenzas que traíamos amontonadas entre nuestro equipaje. Dobladas y plegadas entre souvenirs de Zaragoza, otrora las frases torpes y las muecas nerviosas revestían naturalidad. Las sonrisas desconocidas que nos recibían a través de los cristales del autobús, eran ya como el estribillo de una canción pegadiza. Y ante una renacida primavera, el acento del mar cruzaba desde Christchurch a Tuckton y se volvía a destapar ante nosotros para recordarnos que había llegado el momento de devolvernos a tierra.