"El primer paso de este libro fue el escribir una serie de artículos para una revista catalana, L' Avenç, que tenían que ver con mi memoria personal. En ese momento estaba escribiendo Maletas perdidas y había un personaje, un hombre andaluz, que se había ido a vivir al extrarradio de Barcelona y pensé que podía contar la historia de cuando llegaban los andaluces a mi pueblo (Manlleu). A través de estos recuerdos de infancia podía relatar esa situación", rememora el escritor Jordi Puntí. El autor presentó ayer su último libro,Los castellanos, en la librería zaragozana Los portadores de sueños.

EMIGRACIÓN En la obra, el lector se trasladará a un pequeño pueblo de la provincia de Barcelona, Manlleu, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, cuando emigrantes del sur de España se desplazaban a zonas industriales. El nombre del libro tiene que ver con la forma en que sus habitantes llamaban a los forasteros que no procedían de Cataluña, independientemente de si fueran o no castellanos. "La mayoría eran de Murcia, de Extremadura o de Andalucía pero la gente les llamaba así porque hablaban en castellano y porque era también una forma de simplificar", explica Puntí. Y puntualiza que "era dar un nombre a algo desconocido, alguien que viene de fuera, del que tienes un cierto recelo".

El libro cuenta las anécdotas que surgían con la convivencia de los niños que vivían allí, así "un día nos peleábamos, otro día jugábamos un partido de fútbol, otro discutíamos o nos ignorábamos", a pesar de que ambas comunidades no hacían su vida conjuntamente y se evitaban.

Pero hay una cuestión de fondo que subyace en el libro: "Como niños vivimos la infancia como una ficción y conviertes cada momento de juego como en una película de aventuras". Para Jordi Puntí: "Los tópicos se perpetuaban en las situaciones por acudir a esos lugares comunes, para marcar las diferencias entre unos y otros". "Cuando uno se va de la tierra en la que ha nacido y va a parar a otro sitio la identidad se forja a partir de los otros, lo que es terrible", matiza.

Pero sí había puntos de encuentro donde los niños jugaban a soñar, independientemente de su procedencia, como en un quiosco de chucherías y regalos de Manlleu: "A pesar de que querían inculcarnos esta diferencia, éramos todos muy iguales, porque los referentes culturales populares eran los mismos". Y confiesa que "los catalanes nos reflejábamos más en ellos, envidiábamos la libertad que tenían". A pesar de venir de lugares distintos, había un algo compartido en la infancia.