A estas alturas, la carrera de Sofia Coppola es una promesa incumplida. Empezó muy arriba. Con Las vírgenes suicidas (1999) calló las bocas de quienes la veían solo como la hija de papá, y Lost in Translation (2003) se convirtió en toda una nominada al Oscar. Y, a partir de ahí, la cuesta abajo: una película abucheada en este mismo festival (María Antonieta, 2006), otra atacada por la crítica (Somewhere, 2010), otra generalmente ignorada (The Bling Ring, 2013) y, hace dos años, un telefilme navideño para Netflix (A Very Murray Christmas, 2015).

Tras revelarse como una excitante nueva voz del cine americano, Coppola se había quedado rápidamente sin nada que decir. Y quizá en ese sentido no sorprenda que La seducción, que Coppola presentó ayer en el concurso de Cannes, es una película que en realidad ya existía: cuenta la misma historia que, con Don Siegel tras la cámara y el gran Clint Eastwood delante de ella, ya contaba El seductor (1971): durante la guerra de secesión americana, un soldado de la Unión que acaba de desertar es acogido por el grupo de mujeres que habitan un internado femenino para que cure sus heridas; una vez allí, convertido en el gallito del corral, se va aprovechando de las necesidades carnales reprimidas de todas ellas, una a una, y finalmente es brutalmente castigado por ello.

En su día Siegel confeccionó un grand guignol de lo más macarra que apestaba a fluidos corporales. Coppola, en cambio, asegura haber querido tratar ese material desde un enfoque femenino. Por un lado tiene sentido, puesto que toda su filmografía es una exploración de la psicología de la mujer, pero por otro es una manera distinta de decir que la ha desinfectado y esterilizado.

En efecto, Coppola apuesta por el derroche de pulcritud y contención y buen gusto para contar una historia que demanda precisamente lo contrario -¿dónde está la sangre caliente que se le presupone a su apellido?-, y se muestra más preocupada por capturar la bruma matutina y los rayos de sol que se filtran entre las ramas que por retratar los instintos animales que dan sentido a los personajes. La seducción, pues, es una película incongruente, y otra oportunidad perdida de su directora para recuperar el rumbo.

Dado que las esculturas de Auguste Rodin son difícilmente superables por su capacidad de sugerir pasión y tensión y movimiento constante, resulta casi inexplicable que el biopic Rodin, también presentado a competición, sea tan inerte y pesado como una pared de ladrillo hueco, tan acartonadao como la ropa lavada con agua de mar.

OJO EN LA CREACIÓN ARTÍSTICA / En ella, el veterano Jacques Doillon mantiene un ojo puesto en la creación artística del célebre escultor y el otro en su vida amorosa: por un lado, recrea el proceso creación de todas las obras esenciales de su catálogo; por otro, recorre sus relaciones con diversas mujeres y en especial con su esposa Rose Beuret y su musa Camille Claudel. Durante dos horas de metraje interminables (en un momento de la proyección de la película para la prensa, este cronista pudo comprobar que a su alrededor no había nadie despierto), Doillon alterna escenas en las que el artista esculpe con otras en las que fornica, y ni en unas ni en otras deja de decir cosas increíblemente petulantes. Dado que es en las manos donde Rodin tenía el talento -y, al parecer, también en la entrepierna-, tal vez Rodin podría haberle dejado cerrar la boca de vez en cuando.

Por su parte, el argentino Santiago Mitre regresó a Cannes con La cordillera, una película protagonizada por Ricardo Darín y Dolores Fonzi en la que muestra a un personaje en «plena construcción del poder», una ficción sobre el «desgaste del sistema político tradicional. Nosotros lo tratamos desde una perspectiva de ficción», explicó el director del filme.