Puede resultar llamativo que Wes Anderson y su nueva película inauguren hoy la Berlinale solo cuatro años después de que el cineasta tejano ya fuera el elegido para desempeñar ese cometido con su largometraje inmediatamente anterior, El Gran Hotel Budapest (2014). En todo caso, es del todo lógico. Para un festival abrir con una película de Anderson es una forma de meterse al respetable en el bolsillo de buenas a primeras, y de hacerle afrontar lo que está por venir con la moral alta a pesar de que lo más probable es que ninguna otra de las películas que se presenten a competición estará a la altura. Lo ideal sería que todos los festivales, siempre, se inauguraran con una película de Wes Anderson.

Isla de perros representa su segunda incursión en la animación stop-motion y, es cierto, quizá no salga del todo bien parada de las inevitables comparaciones con la primera, Fantástico Sr. Fox (2008); pero si bien no alcanza las mismas cotas de emoción irresistible que aquella obra maestra, a cambio exhibe una deliciosa exuberancia argumental.

La película está situada en un futuro cercano en una ciudad japonesa ficticia llamada Megasaki, en la que la fiebre ha devastado a la población canina y ha desatado una ola de odio a los perros, desterrados por el alcalde de la ciudad a una isla-vertedero. Allí, los pobres animales luchan por mantenerse vivos en medio de enormes montañas de basura, peleándose unos con otros por restos de comida infestada de gusanos y cada vez más débiles y tristes y rabiosos. Un día, un niño de 12 años llega en busca de su querida mascota Spot. Y entonces empieza la aventura.

Dicho de otro modo, Isla de perros es lo más parecido a una película política que Anderson ha hecho jamás. Después de todo, habla de seres expulsados de sus hogares y recluidos contra su voluntad en condiciones de vida infames. Incluye líderes fascistas y terrorismo de Estado y limpieza étnica. Ahora bien, en ningún momento se pone en duda que el final será feliz y los perros se rebelarán contra sus opresores y los corruptos recibirán su merecido. Es un cuento de hadas.

INFLUENCIA DE KUROSAWA

Un cuento, eso sí, escrito en vertical. En un encuentro con la prensa, Anderson reconoció ayer la influencia de Akira Kurosawa en el cine negro, como El ángel ebrio (1948), El perro rabioso (1949) y El infierno del odio (1960); y a lo largo de su metraje, las alusiones a la cultura nipona se suceden sin descanso: hay escenas de combates de sumo, fragmentos de teatro kabuki y tutoriales sobre cómo se prepara el sushi; la imaginería relacionada con la tecnología y la ciencia parece sacada directamente de Godzilla (1954), Mothra (1961) y otras muestras de cine kaiju; y la Isla Basura donde transcurre buena parte de la cinta presenta el tipo de paisaje posatómico que uno imagina al pensar en Hiroshima y Nagasaki.

UNIVERSO PROPIO

En todo caso, en última instancia Anderson es la figura más personal de la comedia americana desde los tiempos de Preston Sturges, y por tanto, su universo no se parece al universo de nadie más. En Isla de perros nos reencontramos con sus obsesiones temáticas -la necesidad de crear una comunidad-, con esos personajes de melancolía exacerbada, con las composiciones al milímetro y los frondosos diseños de producción y esa forma tan particular de retratar el mundo que hace que hasta un trasplante de riñón sea una cosa hermosa. Eso, inevitablemente, significa que Isla de perros apenas sorprende. Resulta ser idéntica, o casi, a la imagen que uno se hace de ella antes de verla. Por otra parte, ¿por qué íbamos a querer que fuera distinta?