En breve llega septiembre y con él, como viene siendo habitual en los últimos años, la apertura de bastantes establecimientos hosteleros. Lo cual, en principio, no es bueno ni malo, pero sí genera una idea equivocada en la ciudadanía. Pues los medios de comunicación, y todavía más las redes sociales, se hacen eco de las aperturas, como noticia que es, pero escasamente de los cierres, salvo de algún histórico local.

Y, no nos llamemos a engaño, se abren, pero también se cierran numerosos locales hosteleros. Pues para que sean viables hace falta una mentalidad empresarial --o emprendedora como parece que hay que escribir ahora--, entender mínimamente de numeritos y, especialmente, ofertar un proyecto diferenciado, capaz de encontrar su nicho de mercado.

Y aquí esto no se lleva mucho, o no tanto como se debiera. Se pilla un traspaso, porque parece que el local funciona, sin apercibirse, por ejemplo, que es la simpatía del dueño o la destreza de quien cocina su principal atractivo; y eso no viene implícito en la herencia. O se pretende copiar lo mismo que hace el de al lado, pero algo más barato, pretendiendo equivocadamente que la clientela se cambiará de local. O, simplemente, se paga un alquiler de escándalo en una zona de moda y a esperar hacer caja.

Pues no, la hostelería es mucho más seria. Como servicio al público que es, hay que formarse o contratar profesionales. Servir un café no es solamente dar al botoncito: hay que limpiar la máquina con regularidad, comprar un buen producto, entrenarse en su manejo, cuidar la vajilla, etc. Y así con todo. Aquella idea del bar como refugio del parado que invierte sus ahorros es algo trasnochado y sin apenas futuro.

Y si se quiere sobrevivir en esta jungla cada día más brutal, pues los clientes van aprendiendo a defenderse, hay que ofrecer algo diferente a lo ya existente. O verse abocado al cierre.

Recuérdelo en cualquiera de las próximas inauguraciones que se avecinan.