Ocurrió la noche del 24 al 25 de marzo de 1945, en Rechnitz, en una Hungría antisemita y aliada de una Alemania cuya derrota en la guerra era ya un hecho. Los rusos estaban muy cerca; faltaba solo un mes para que Adolf Hitler se suicidara. Pero en su castillo, Margit Batthyany-Thyssen, una de las mujeres más ricas de Europa, ejercía de anfitriona de una fiesta en la que no se escatimaban el alcohol ni los excesos y a la que había invitado a los jefes locales del partido nazi, a miembros de la Gestapo, las Juventudes Hitlerianas y las SS, entre ellos su amante y administrador de la mansión Hans-Joachim Oldenburg y el suboficial Franz Podezin, quien recibió una llamada. Le comunicaron que 180 prisioneros judíos con tifus habían llegado a la estación. Enseguida convocó a entre 10 y 13 invitados de la fiesta, les dio fusiles y los acompañó a un lugar cercano para «liquidar» a los judíos. Y así lo hicieron, tras obligarlos a desnudarse ante una fosa que ellos mismos habían cavado. Mientras, «en el palacio se descorchaban más botellas de champán y alguien tocaba el acordeón».

RESCATE TRAUMÁTICO / A un camarero le llamó la atención que «los huéspedes» que regresaron a las tres de la madrugada «gesticulaban con vehemencia» y «tenían las caras rojas». «Podezin, el presunto cabecilla que hace un rato ha disparado a la cabeza de hombres y mujeres, baila ahora con absoluto desparpajo», escribe el periodista suizo Sacha Batthyany (1973), sobrino nieto de Margit, en La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia (Seix Barral), ejercicio de rescate del pasado de sus ancestros, donde él mismo psicoanaliza su traumática herencia y halla una no menos dura respuesta a esta pregunta: «¿Habría sido capaz de esconder a los judíos?».

De la masacre han hablado Elfried Jelinek en El ángel exterminador, Eduard Erne en el documental Silencio de muerte y David R. L. Litchfield en La historia secreta de los Thyssen (Temas de Hoy), sin embargo, Batthyany no supo de ella hasta que en el 2007 un colega le señaló que la prensa hablaba de su «tía Margit» como «la condesa nazi y sanguinaria», hija de los barones Heinrich Thyssen y Margareta Bornemisza, y hermana de Hans-Heinrich Thyssen-Bornemisza, el coleccionista de arte casado con Carmen Cervera.

Margit (1911-1989), perfecta cazadora, aunque no hay pruebas de que disparara esa noche, estaba casada con el conde húngaro Ivan Batthyáni (hermano del abuelo del autor), quien al día siguiente de la matanza ordenó ejecutar a otros 18 judíos que habían cubierto con tierra la fosa común, aún hoy sin localizar.

MUERTE EN EL PATIO / El libro condensa los resultados de una indagación que llevó a Batthyany a Buenos Aires, al gulag y a Hungría. Se cimenta en testimonios, archivos y actas del juicio que hubo tras la guerra (cuyos dos principales testigos fueron asesinados). Pero, sobre todo, en el diario de su abuela Maritta, donde confesaba otro negro episodio familiar, ocurrido en el verano de 1944. Maritta se crió en una regia familia de terratenientes húngaros con unos padres estrictos y distantes. Vivían con numerosos criados en un palacio de 30 habitaciones, entonces tomado por tropas nazis, luego expropiado por los rusos. Lo que la atormentó de por vida fue sentirse culpable por no haber hecho nada al ver cómo un matrimonio judío, los Mandl -que antes de acabar como esclavos del noble regentaban la tienda de comestibles-, morían a tiros en el patio tras suplicarle ayuda a su padre, quien se la negó. Solo querían que salvara a sus hijos, que ya iban camino de Auschwitz. Uno de ellos, Agnes, tenía 18 años. El autor localizó a una Agnes nonagenaria y a sus dos hijas en Argentina. Como estas, se siente «un nieto de la guerra». Sus padres guardaron silencio sobre el pasado y él necesitaba conocerlo. Por ello viajó con su padre a Rusia, donde su abuelo purgó 10 años en el gulag.

Batthyany se interroga sobre por qué durante la guerra tantos y tantos «se limitaron a mirar y a no hacer nada». ¿Por qué su tía Margit «simplemente seguía bailando al tiempo que 180 seres humanos caían en una fosa cavada por ellos mismos»? ¿Por qué su bisabuelo vio cómo dos vecinos eran asesinados en su palacio y solo «hizo lo posible por ocultar el crimen»? ¿Por qué los húngaros no hacían nada cuando los nazis enviaban a los judíos a los campos o los lanzaban esposados de dos en dos al Danubio y disparaban a uno, que arrastraba al otro al fondo?

El periodista se lanza una batería de preguntas. «Si estallara una guerra como la de hace 70 años, ¿no tomaríamos todos parte en ella?». «¿No nos volvemos de pronto sumisos y obedientes cuando se trata de salvar el pellejo?». «A cada hora estamos hoy en día a favor o en contra de algo en Facebook o en Twitter. Intercabiamos fotos sangrientas y análisis sesudos, compartimos vídeos de naufragios donde vemos ahogarse a refugiados enfrente de Lampedusa y firmamos peticiones virtuales contra la mutilación genital en Sudán del Sur. Ahora bien, ¿cómo actuaríamos si los hechos se trasladaran de nuestro ordenador a la calle?».