Ahora que Polonia está en manos de un Gobierno que mantiene conexiones con el fascismo, lo lógico es que los directores de ese país utilicen sus películas para alzar la voz. Y la experiencia nos enseña que a la hora de hacer cine político no resulta conveniente recurrir a la reivindicación explícita y el discurso; mejor echar mano de métodos más sutiles como la alegoría o el sentido figurado. Esa, al menos, es la regla general.

Twarz -en castellano, algo así como Careto- es la sexta película de Malgorzata Szumowska, una directora que sigue sin justificar la predilección que la Berlinale siente por ella. En pocas palabras, cuenta la historia de un joven que vive en un pueblucho rural cercano a la frontera con Alemania. Por los comentarios que intercambia con los garrulos que tiene por cuñados y por cómo maltrata a los gitanos con quienes trabaja, de inmediato queda claro que el pollo es un xenófobo de manual, y orgulloso de serlo. Pero un día, a causa de un bizarro accidente laboral, el tipo es sometido a una agresiva cirugía facial que lo deja convertido en un ser de facciones extrañas al que no se le entiende una palabra al hablar, y entonces empieza a sufrir el mismo desprecio que en su día dedicó a quienes no eran como él. Para ellos, se convierte en Careto.

La premisa sin duda tiene potencial. Cierto, no es precisamente sutil, pero resulta eficaz invitando a reflexiones sobre cómo es posible que una sociedad como la polaca, en cuyo seno el racismo causó estragos y tan apegada a los valores cristianos, haya llegado a este punto de locura intolerante. El problema -siempre los hay cuando hablamos de Szumowska- es que para Twarz la reflexión empieza y acaba en la premisa. Se conforma con usarla para retratar cómo los lugareños tratan a Careto como una atracción de feria o cómo, mientras tanto, una gigantesca estatua de Dios mira hacia otro lado. Pero lo que en última instancia impide que la película funcione como nada más que un chiste no particularmente gracioso es su empeño en rodear al protagonista exclusivamente de catetos. Ojalá lo que le pasa a Polonia, y al mundo en general, tuviera una explicación tan sencilla.

El honor (dudoso) de poner fin a la ronda de películas aspirantes al Oso de Oro de este año le ha correspondido a En los pasillos, que se sitúa en los almacenes de un supermercado de Leipzig para observar el amor imposible entre un reponedor de turbulento pasado y una compañera de trabajo que tal vez sufra malos tratos de su marido. Al mismo tiempo, el director Thomas Stuber traza un afable retrato de los trabajadores del lugar, y de capturar el tipo de camaradería que se establece en estos entornos laborales. Nada de lo que sucede es terriblemente interesante y el repentino viraje a territorios trágicos que experimenta en su último tramo está del todo fuera de lugar, pero en todo caso puede decirse que es la mejor película sobre los almacenes de un supermercado a las afueras de Leipzig de los últimos años; aunque, también puede decirse que es la peor.