En el collage O con la estrella o en la cueva, Pablo Serrano reunió dos fotografías. En la primera, pegada en la parte superior de la cartulina y acompañada del texto O con la estrella, Pablo Serrano está cómodamente tendido en el suelo, mirando hacia sus Ritmos en el espacio que cuelgan del techo de la galería Neblí de Madrid (1959), sintiendo en el contacto con el suelo la distancia que lo separa de la bóveda celeste. En la segunda fotografía, que ocupa el extremo inferior izquierdo del collage, junto a la frase O en la cueva, Serrano posa delante de la entrada de una cueva. A resguardo de la intemperie. No había más opciones: O con la estrella o en la cueva, lugares propicios que remiten al periodo de madurez de su escultura, el que transcurre entre los años 1958 y 1962. Entre la estrella y la cueva, Serrano se asomó ante la tumba vacía con la mirada propia de un hombre de creencia en busca de aquello que consuela y da sentido metafísico y teleológico a la «absurda materialidad». No pudo, sin embargo, conjurar la angustia ante la tumba y Serrano sintió la necesidad de construir un espacio que diera cobijo al hombre. Como siempre había sido: en el útero materno, en la cueva. El 22 de octubre de 1960 Pablo Serrano escribió a Juan Eduardo Cirlot una carta a la que añadió varias fotografías de sus últimas obras, Bóvedas para el hombre: «Como verás por el título, estas esculturas tienen la intención de ser cobijos para el hombre, aunque estén en ruinas estas bóvedas». La ruina no era un concepto nuevo para Serrano, formaba parte de su existencia. Lo expresó muy bien el crítico Juan Antonio Gaya Nuño, tan próximo al escultor: «Todos los hombres que hoy contamos más o menos cincuenta años, hemos estado cobijados de bombardeos en agujeros hoscos, en guaridas elementales, de tierra, tejas, ladrillos, ramas y, hasta algunas veces, las paredes de esos agujeros eran para nosotros arañadas con un hierro cualquiera, con una bayoneta, para que tuvieran un centímetro más de protección». Porque, como ha escrito Antoni Marí, «el espectáculo de la ruina, desde la Primera Guerra Mundial, no muestra ninguna memoria del pasado, ni remite a la historia, ni a ninguna contemplación sobre lo que se ha perdido», la ruina desde entonces sólo remite a ella misma, a una ruina producida por la continua destrucción del ser humano. Bien lo sabemos. El dolor y el peso de la muerte tiene en la ruina su presencia trágica cuya contemplación, reflexiona Marc Augé, «nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro». Un tiempo perdido; restos que nunca serán ruinas.

Urgía construir un espacio consolador. «El hombre en vida, no hace otra cosa que conformar su propia bóveda. Sobre esta filosofía del hombre y su espacio podemos comprender su angustia, la cual se refleja muy especialmente en nuestros días y a su alrededor, pretendiendo conseguir nuevos espacios, los que no tendrán otra diferencia con el hueco de la tumba que su conformación y ornamentación», escribió Serrano en 1961. Tan importante como la reflexión teórica que argumenta su obra, es el proceso de trabajo. Dibujos, collages y escayolas, obras únicas, que derivan en los bronces finales.