Una de las realidades más contrastadas es que a la peña se la conoce por los pies. Con solo una mirada a los escarpines ya puedes concluir el palo del que va el pollo o la gachí de turno.

Todos los borceguíes tienen un mensaje que transmitir acerca del portador de esas joyas artesanas que en España tienen a una de las industrias más refinadas aunque también se cometan tropelías. Hay que comer. Es lo que hay.

Una de las tendencias de anteayer (que afortunadamente va perdiendo presencia) es la de los barcos de proa larga. Esos zapatones con bauprés cuyo extremo más saliente está a dos semanas de los dedos, han resultado, de suyo, altamente perniciosos para el sístole/diástole de la gente de orden.

Aquellos que viajan alojados en semejantes disparates suelen obedecer a un cliché muy definido que comienza por una estrambótica ingeniería capilar sustentada por toneladas de laca y/o gomina; la levita o la chaqueta larga con cuello Mao es insustituible; los pantalones bombachos son imperiosos...

Todo ello no serviría de nada si la abundante quincalla no emperejilara por demás a ese ufano Petronius Arbiter de hoy que, alardeando de su extrema distinción, pasea su aura de sietemachos caucásico, encantado de haberse conocido, mientras siembra el desasosiego entre la población civil.

El buga hipertuneado a tono, los brillos siempre refulgentes, los cigarrillos extralargos y extrafinos, las hombreras prominentes y ese aire de conquistador de medio pelo hacen del conjunto un retrato de la vida actual: la necesidad de poner la punta de tu zapato allá donde tus dedos nunca podrán llegar.