Pasados unos pocos minutos de metraje de su 13ª película, Álex de la Iglesia ya ha reunido a una decena de pintorescos personajes -una pija, un hipster, una ludópata, un vagabundo, un vendedor de lencería, un expolicía borracho- en uno de esos establecimientos grasientos donde se desayunan chocolate con porras y pinchos de tortilla y copazos de coñac. En virtud de un planteamiento francamente prometedor que evoca títulos como son El ángel exterminador, La niebla de Stephen King o [REC], casi ninguno volverá a salir de él.

De entrada, uno de ellos recibe un disparo en la cabeza nada más poner un pie en la calle. Alguien sale a ayudarlo y corre la misma suerte. Los demás se atrincheran en el lugar. Las calles se vacían; los dos cadáveres desaparecen; los teléfonos dejan de funcionar. Los personajes empiezan a enfrentarse entre sí mientras especulan sobre lo que está sucediendo y, momentáneamente, el bar de El bar promete funcionar a modo de miniatura de una sociedad envenenada por el miedo al terrorismo.

Es una lástima que la película se deje avasallar por el caos al tiempo que De la Iglesia vuelve a evidenciar su pueril tendencia a recrearse armando barullo y rompiendo cosas sin preocuparse por la finalidad que ello tiene. En cuanto el bilbaíno traslada la acción bajo tierra y El bar se convierte en un relato de supervivencia darwiniana, desaparecen casi todo rastro de humor, toda aspiración de trasfondo y todo interés en hacernos empatizar con unos personajes que son incapaces de dejar de gritar pero que, por lo demás, carecen de todo rasgo de personalidad distintiva. Como consecuencia, las alianzas cambiantes que establecen entre sí no llegan a responder a más criterio que la necesidad de que el relato avance de una escena a la siguiente.

Abandonada la coherencia, todo cuanto queda son una serie de trampas habituales en el cine de género. Llegado el momento, todos empiezan a comportarse de forma estúpida, Blanca Suárez se queda medio desnuda y embadurnada de aceite solo para ofrecer a la cámara algo en lo que recrearse, y un personaje al que todos los demás daban por finiquitado vuelve a escena a bordo de un giro final. De una película como El bar nadie espera que todos los cabos queden atados, pero un mínimo de lógica interna habría sido necesario para que todo atisbo de tensión dramática sobreviviera entre tanto absurdo y entre tanto ruido. Nando Salvá

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El bar

Álex

de la Iglesia