Carla Simón tenía 3 años cuando falleció su padre y 6 cuando murió su madre. Ambos, de la misma enfermedad: sida. Eran los años 90 y lo único que se sabía del VIH era el pánico que daba. Carla se quedó huérfana y estigmatizada. ¿Estará ella también enferma? ¿Contagiará a alguien? La pequeña tuvo que encontrar su hueco en el mundo, una nueva familia. Y lo hizo con sus tíos maternos.

Convertida en realizadora y convencida de que para narrar una historia hay que hablar de lo que se conoce, Simón ha trasladado al cine su vida. El resultado es Verano 1993, que arrebató al jurado de la Berlinale (conquistó dos premios: el del público y el de mejor ópera prima). Ahora, el filme -tierno, bello, sincero y emotivo- concursa en el Festival de Málaga, donde todos dan por hecho que saldrá por la puerta grande.

Con su nueva familia, creció y supo, tras muchas pruebas médicas, que estaba sana, que no tenía el virus del sida. Llegó la hora de ir a la universidad. Después, puso rumbo a California y Londres, donde estuvo cuatro años estudiando cine y trabajando. Para aprender a escribir redactó muchos borradores sobre la historia de su madre, pero a título personal. Estando tantos años fuera de casa empezó a echar de menos su tierra, su gente. Y decidió escribir el guion de Verano 1993.

RECUERDOS PERDIDOS / «De mi padre no me acordaba nada. Solo tenía 3 años cuando murió. Para mí, lo más doloroso fue caer en la cuenta de que apenas tenía recuerdos de mi madre. Cuando a un niño le pasa algo así, la memoria se borra precisamente para poder salir adelante. Hablé con mi otra madre (llama así a su tía) y me contó muchas anécdotas. Yo sí me acordaba de cosas concretas, de cómo me sentía entonces y de cómo soñaba que un día me despertaría y ella volvería a estar conmigo. También pensaba que todos los que me rodeaban eran malos y me tenía que ir», cuenta Simón.

Mezclando realidad y ficción, Verano 1993 narra el verano en el que la pequeña y huérfana Frida (Laia Artigas) se traslada al campo para vivir con sus tíos (Bruna Cusí y David Verdaguer) y su prima de 3 años. Tiene un dolor grande y se hace preguntas que no siempre tienen respuesta, pero es una niña y quiere jugar, divertirse, tener amigos y sentirse querida. Es inocente, pero con un lado oscuro: los celos hacia su prima.

«Para mí hay algo importante en la película: reivindicar la inteligencia de los niños, cómo se adaptan a las situaciones. A los críos hay que tratarlos con normalidad, no como si fueran bebés. Un niño de seis años es capaz de asumir muchas cosas. Otro tema es cómo gestionan sus emociones. Pero entender, entienden. Su psicología es compleja».

El debut en la dirección de Simón es una película. Pero también un trozo de vida. Todo rezuma tanta naturalidad que el espectador no sabe si está en el cine o viendo una historia real. «No tengo ningún tipo de vergüenza de mi historia, de lo que murieron mis padres. Sufro más por mi abuela, que tiene 93 años y solo ha visto un primer montaje. A veces me pregunto qué pensarían mis padres, pero no están», concluye Simón, que ya tiene en mente otras historias para llevarlas al cine.